Por Wilmer Rodríguez

Existe una violencia silenciosa e invisible detrás de cada acto de violencia física. Un conjunto de representaciones, imaginarios, que hacen parte de una estructura cognitiva mayor que legitima o crea la apariencia de normalidad de nuestros actos. Bourdieu acuñó el termino «violencia simbólica» para referirse al conjunto de disposiciones y visiones impuestas que determinan formas de percepción y representación del mundo. En esta perspectiva, una de las formas más efectivas para legitimar o construir la dominación social consiste en imponer la visión del mundo de un grupo dominante.

Los pronunciamientos hechos por el nuevo director del Centro Nacional de Memoria Histórica, Darío Acevedo, acerca de que el conflicto armado en Colombia no existe, son un ejemplo claro de violencia simbólica. Bajo esta postura se pretende imponer una visión del conflicto político y social colombiano que desconoce las causas históricas de la violencia en el país y las responsabilidades de los distintos actores políticos inmersos.

Por supuesto, los más afectados son las miles de victimas de dicho conflicto. Como lo veremos a continuación, negar el conflicto implica deshumanizar a las víctimas, despreciar su dolor e invisibilizar el drama social colombiano. Y a la vez, propicia un proceso de dominación simbólica que nos impone una forma de ver y entender la realidad histórica colombiana desde los discursos y representaciones del Estado.

El conflicto por la construcción de memoria no es un asunto baladí. La memoria no es un recipiente donde se almacenan recuerdos, ni un monolito rígido portador de un relato homogéneo o lineal. Por el contrario, la memoria es una construcción y reconstrucción constante de sensaciones, sentires, experiencias. Implica la búsqueda y construcción de identidades. Para Daniel Feierstein,

la memoria resulta, por lo tanto, un conjunto de experiencias fragmentarias y desordenadas a las que se otorga sentido a través de una “relato”, eje del que surgen los procesos de la consciencia y diferenciación entre su expresión caótica y fragmentada (catalogada como inconsciente), y la búsqueda coherencia narrativa (que caracteriza el plano de la conciencia). Toda escena que se rememora es en verdad una “re-construcciòn” imaginada.

Así, la construcción de memoria implica la articulación de elementos conscientes e inconscientes en un relato. Se trata de poner en palabras vivencias y experiencias traumáticas que resultan indecibles. El dolor, la angustia, la desesperación buscan canales de comunicación. La memoria, por lo tanto, se convierte en un medio que sirve a los fines de la búsqueda de sentido y acercamiento a múltiples verdades. En el fondo, lo que está en juego con la construcción de memoria son procesos de elaboración de duelos individuales y colectivos sobre experiencias traumáticas. Un proceso que, por supuesto, es social y se realiza en un trabajo constante en el presente.

la construcción de memoria implica la articulación de elementos conscientes e inconscientes en un relato. Se trata de poner en palabras vivencias y experiencias traumáticas que resultan indecibles

Pero con la memoria se pone en juego también la construcción de una identidad nacional que no puede desconocer las múltiples voces que le dan sentido y forma. Cuando se niega la existencia de un conflicto armado histórico en Colombia, argumentado que la violencia padecida es producto del terrorismo ejercido por un actor subversivo, se producen las siguientes consecuencias:

En primer lugar, se impone un relato que excluye y violenta la memoria de las victimas del conflicto. Se da por sentado, al negar que el conflicto armado existe, que la memoria ya fue construida, que los hechos y acontecimientos sociales que denuncian las víctimas -muchos de los cuales siguen aún impunes- hacen parte del pasado o nunca existieron. Se impone una verdad social, política e histórica que, por supuesto, niega las causas históricas del conflicto, como la desigualdad social y la violencia de los agentes del Estado. Es una apropiación del pasado que invisibiliza el drama social de las victimas del conflicto y silencia el dolor.

En segundo lugar, se deshumaniza a las víctimas. El proceso parte de la despolitización. Las muertes del conflicto pasan a ser asesinatos aislados, sin sentido ni razón aparente. Son responsabilidad única y exclusiva de agentes terroristas que buscan desarticular la sociedad. Por fuera de este relato, como lo mencionamos anteriormente, quedan las responsabilidades del Estado y los actores políticos paraestatales en la construcción de la violencia. Episodios traumáticos y dolorosos como los mal llamados «falsos positivos» quedan sin ningún referente político e histórico que los explique: son muertes que quedan invisibilizadas, que no existieron. El proceso de deshumanización, por lo tanto, implica negar el dolor y los vejámenes a los que fueron sometidos distintos grupos sociales, negando su existencia, silenciado las experiencias de dolor. El olvido, por lo tanto, se convierte en una forma de violencia simbólica feroz, que revictimiza destruyendo la memoria de las víctimas.

El proceso de deshumanización implica negar el dolor y los vejámenes a los que fueron sometidos distintos grupos sociales, negando su existencia, silenciado las experiencias de dolor. El olvido se convierte en una forma de violencia simbólica feroz

En tercer lugar, se estigmatiza la disidencia política y se promueve la violencia política. Al negar el conflicto armado, se niega la existencia de intereses políticos y sociales en disputa entre distintos actores sociales. Al promover el imaginario de que la violencia es única y exclusivamente responsabilidad de las FARC, como agente terrorista, se niega la posibilidad de crítica y disidencia política frente al Estado. Toda forma de organización y movilización social en busca de reivindicaciones políticas se transforma inmediatamente, por la fuerza de las representaciones impuestas, en organizaciones y movilizaciones criminales. Los lideres sociales se transforman en terroristas; las luchas y reivindicaciones políticas, en estrategias de desarticulación del Estado.

Bajo esta visión no existen conflictos políticos legítimos, sino intentos por destruir la soberanía popular. La criminalización de la disidencia política se ha convertido en la estrategia histórica del Estado para mantener el statu quo y justificar la violencia más descarnada e inhumana contra la población. Baste mirar los asesinatos históricos de defensores de derechos humanos y lideres sociales, criminalizados, estigmatizados y desaparecidos, y la indiferencia e insensibilidad frente a este drama por parte del Estado y la sociedad civil.

En cuarto lugar, se promueve un proceso de desarticulación social. No existen actores ni reivindicaciones políticas justas y legitimas. Por lo tanto, un sector significativo de la sociedad queda invisibilizado, despolitizado. Sus vivencias y experiencias, silenciadas. La desigualdad y la violencia estructural a la que fueron sometidos quedan convertidos en mitos revolucionarios. Las heridas de la violencia se vuelven a abrir, se hacen cada vez más profundas. Los grupos que quedan fuera del relato histórico nacional no encuentran un punto de anclaje con la realidad social que padecieron. Dejan de existir para el Estado como interlocutores válidos.

Consecuencia de lo anterior, otro de los impactos simbólicos más significativos lo vemos en el odio irracional y la polarización política extrema. La desarticulación social, evidentemente, es funcional al Estado. Justifica su injerencia violenta bajo la necesidad de establecer el orden, mantener la unidad. Desvía la atención de las problemáticas sociales agudas del país para centrarla en la necesidad de protección y seguridad frente al terrorismo. El miedo, por lo tanto, se convierte en el medio y el fin del Estado. Miedo para legitimar el poder, miedo para ejercer un control ideológico.

Las declaraciones de Dario Acevedo no son ajenas a las visiones e intereses del gobierno nacional en cabeza de Iván Duque. Su política en todos los ejes de desarrollo nacional está orientada hacia el desmoronamiento del proceso de paz con las Farc. La indiferencia frente al genocidio de líderes sociales y defensores de derechos humanos, las objeciones con las que intenta frenar la justicia especial para la paz, así como la política contras los cultivos ilícitos o la visión de la educación, entre otros, intentan imponer, por sobre todos los medios, una visión y un relato histórico del Estado que legitime y reproduzca más violencia. Cuando el gobierno nacional dice que el conflicto armado no existe, afirma silenciosamente que vivimos en paz. La violencia simbólica nos hace creer que así es.

Cuando el gobierno nacional dice que el conflicto armado no existe, afirma silenciosamente que vivimos en paz. La violencia simbólica nos hace creer que así es


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