Por David Paredes

Decir que la ONU no sirve es insistir en una idea irreflexiva y descontextualizada. Habría que considerar que su intermediación —así como las decisiones de la Corte Internacional de Justicia y de la Corte Penal Internacional, ambos tribunales creados por la ONU— ha sido importante para dirimir controversias territoriales y para cuestionar las acciones de Estados implicados en confrontaciones de diversa índole. A esto habría que sumar el peso que tienen las convenciones como la de los derechos de la niñez, que fue ratificada y adoptada como ley internacional por 166 países, o el trabajo —desde ONU Mujeres— encaminado a comprender y transformar las condiciones estructurales de inequidad de género, o la vigilancia desde el Organismo Internacional de Energía Atómica sobre el uso de armas nucleares.

En otras ocasiones, esta organización internacional ha entrado en conflictos armados con las llamadas «fuerzas para el mantenimiento de la paz», los «cascos azules», que tienen por objetivo la protección de civiles. De hecho, el primer conflicto en el cual la ONU intervino con personal armado fue en el que ya sostenían Israel y Palestina en el año 1948. Después de eso, pocos han sido los conflictos en los cuales ha participado militarmente (India-Pakistán, Yugoslavia, Ruanda…)

Con respecto al caso Israel-Palestina, si revisamos el historial de intervenciones de la ONU, encontraremos que las mismas se han visto limitadas desde que, en el marco de la Guerra del Golfo a principios de los años noventa, empezó a estar implicado el gobierno de los Estados Unidos. La ONU, desde entonces, no volvió a valerse de los cascos azules para velar por el respeto de las treguas o para ofrecer protección a la población civil.

Pero no por ser limitado su papel ha sido menos significativo: en situaciones de conflicto, esta organización intenta complementar la acción de los gobiernos con misiones de salud, de desminado, de equipos veterinarios, etcétera. La existencia y el funcionamiento de la ONU sigue siendo importante a pesar de que su relevancia sea más política que jurídica o militar. Hasta se podría ver en su agenciamiento diplomático el más grande de los intentos por preservar el valor de las soluciones políticas en todo el mundo (incluso con la corrupción, los sesgos y la negligencia en que ella o sus organizaciones satélite puedan incurrir).

La semana pasada, en la Asamblea General, se volvían a revisar las implicaciones del bloqueo «económico, comercial y financiero» que Estados Unidos ha impuesto a Cuba. 189 de los 193 estados adscritos votaron a favor de poner fin al bloqueo. Esa votación se abrió por primera vez a comienzos de los años noventa, pues para entonces ya eran inocultables los daños que treinta años de acorralamiento habían dejado en la economía cubana. Pero otros treinta ha durado la insistencia que el portal de la ONU describía el jueves pasado con estas palabras: «año tras año desde 1992, el máximo órgano de deliberación de las Naciones Unidas ha solicitado a Estados Unidos que levante las sanciones a la isla caribeña sin éxito hasta la fecha».

Habría que recordar que el bloqueo no es sólo económico, comercial y financiero: también es político, y eso es lo más grave y desesperanzador. Como si se tratara de un vecindario que presencia la arremetida salvaje de un marine contra un anciano pescador, los países no se atreven a normalizar relaciones con Cuba por temor a la retaliación. Esta suerte de parálisis es resultado de la violencia simbólica que, sumada a otras formas de hacer efectiva la tiranía de los Estados Unidos, es lo más lamentable que puede haber en el escenario político internacional. Desde luego, quienes hace una semana estuvieron en contra de levantar el bloqueo fueron los representantes de dos países que de seguro no tienen interés directo en sancionar a Cuba: Israel y Ucrania, estados doblegados por miedo a perder el apoyo que los sostiene en sus respectivos conflictos.

Los representantes de Estados Unidos y los de sus aliados conforman un bloque que suele manifestar su desacuerdo ante los dictámenes de la Corte Penal Internacional o —en el siglo anterior— de la Corte Internacional de Justicia. El gobierno de Israel, por ejemplo, del mismo modo en que lo hace hoy, criticó a la ONU en el año 2004, tras el comunicado por medio del cual la CPI declaraba que el muro construido por el ejército israelí en territorio palestino atentaba contra el derecho internacional humanitario y contra los derechos humanos. Y algo semejante ha sucedido con Estados Unidos: en años recientes, sobre todo durante el período presidencial de Trump, incluso hubo sanciones y persecución contra la Cortes, todo por las investigaciones en torno a la horripilante y por años extendida invasión de Afganistán.

Teniendo en cuenta que la crisis parece ser de los estados, con sus modelos falsamente incluyentes y democráticos, con sus radicalismos, sus posverdades, sus monarcas y las megacorporaciones instaladas en el poder (que deciden cuál invasión es admisible y cuál no, dependiendo de cuántos pozos petroleros estén en disputa), decir que la ONU no sirve es ofrecer una forma de pleitesía a los actores con poder militar que intentan desconocer los escenarios políticos internacionales.

En cambio, habría que sopesar una y otra vez el concepto de «defensa legítima» y las hollywoodenses intervenciones gringas «a favor de la paz», que han justificado y justifican intimidaciones, bloqueos e invasiones militares, muchas veces para terminar instalando un McDonald’s donde antes hubo una mezquita.


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