Por Edwin García

“Estos tiempos no son para acostarse con el pañuelo en la cabeza, sino con las armas en la almohada, como los varones de Juan de Castellanos: las armas del juicio, que vencen a las otras”.

José Martí

La elección en Argentina de Javier Milei parece ratificar la llamada “teoría del péndulo”: los países de América Latina se mueven entre gobiernos de izquierda y de derecha, oscilando entre una y otra propuesta. Las voces de analistas, especuladores profesionales, señalan desde ya que Colombia también vivirá esa condición y que en las próximas elecciones presidenciales será elegido o elegida una representante de la extrema derecha.

Lo cierto es que el triunfo en Argentina envalentonará a la extrema derecha colombiana, que siente ese triunfo como suyo, y lo es. También envalentonará al centro oportunista, hijo del mismo vientre neoliberal que la ultra derecha, aunque con un lenguaje endulzado y edulcorado, mejor peinado y vestido: «los unos van a misa de cinco y los otros a misa de ocho».

Este «centro» es incluso más peligroso que la ultra derecha, pues a esta se le puede confrontar frontalmente, mientras a aquel es más difícil salirle al paso porque se muestra como una alternativa a esa extrema derecha y a la izquierda, con visos de modernidad en su lenguaje. En su oportunismo se muestran como moralmente superiores, lo cual no deja de cazar incautos.

En todo caso, el ascenso de la derecha en cualquiera de sus vertientes, es decir, centro o extrema derecha, será posible en gran medida dependiendo del desarrollo del gobierno actual en el periodo que le resta. La posibilidad de continuidad de este proyecto dependerá en mucho de la capacidad que tengamos de rectificar y corregir, mejorar y reforzar aspectos en los cuales aún estamos en deuda.

Debemos atender con valentía la necesidad de plantearle al país un proyecto revolucionario y, sobre todo, de materializar ese proyecto. Las medias tintas no nos sirven porque terminan siendo contraproducentes. En momentos de definiciones históricas, hay que estar a la altura del reto y asumirlo con entereza y valentía. Ser capaces de mostrar las diferencias entre nuestro proyecto revolucionario y los proyectos alternativos de centro: dejemos esa palabreja a ellos, lo nuestro es cambiar las estructuras de poder sobre la base de la justicia social y la transición energética; eso, más que alternativo, es revolucionario.

La radicalización de los procesos responde a las dinámicas sociales y políticas, al momento histórico y al carácter del adversario. Las élites no permitirán que sus privilegios exorbitantes se moderen, porque su apetito es voraz, emplean todos los mecanismos para dar al traste con los procesos de cambio; la manipulación mediática y la desinformación son algunas de sus armas predilectas y, en Colombia, el gobierno actual lo padece con especial encono. De eso afortunadamente ya se habla bastante y algunos dirigentes del Pacto Histórico lo vienen denunciando con vehemencia.

El problema es que para muchos que acompañan al gobierno actual lo que aquí es desinformación en Venezuela y Cuba son verdades; es decir, somos víctimas de la desinformación y manipulación, pero no creemos que los hermanos venezolanos y cubanos también puedan serlo, ¡vaya paradoja! Entonces, repiten de modo cómplice los señalamientos de “dictadura venezolana y cubana”, “regímenes antidemocráticos”, “violadores de DDHH” y cualquier epíteto usado por la derecha continental contra esos gobiernos revolucionarios.

Esta irracional conducta, inconsecuente por demás, los lleva a despreciar la experiencia valiosa de estos dos procesos de soberanía, los cuales, dicho sea de paso, son los únicos que han logrado mantenerse ajenos a ese péndulo, acaso porque entendieron la necesidad de radicalizarse cuando el momento lo requirió, cuando las élites de sus respectivos países y las presiones norteamericanas exigieron que defendieran con entereza y valentía sus proyectos revolucionarios, sin dejarse tentar por los discursos endulzados.

Revisemos esos procesos, estudiémoslos a fondo porque en ellos han ocurrido realidades que hoy estamos viviendo nosotros; dejemos el adanismo y la creencia de que los demás no son dignos de nuestro estudio; superemos el complejo de superioridad porque, aunque no nos demos cuenta, otros nos llevan ventaja enfrentando a los gigantes de siete leguas en sus botas.

Ahora bien, la posibilidad de continuidad de un proyecto de cambio y de gobiernos que lo materialicen, dependerá de la capacidad que tengamos para construir una organización revolucionaria, un partido de unidad. Esta necesidad no se limita a la declaración de voluntades, ni al planteamiento retórico.

Esta importante tarea de crear un partido para la unidad debe llevar implícita nuevas prácticas políticas: no puede existir un partido que encarne el cambio en Colombia si unos cuantos siguen determinando desde Bogotá el quéhacer y las candidaturas en las regiones, y si el ego y apetito de poder siguen determinando cacicazgos y gamonalismos de izquierda. 

Un partido de este tipo debe contar con una estructuración desde lo local y regional hasta lo nacional. Estas estructuras no pueden ser rígidas porque derivarían en inmovilidad, deben ser flexibles y ágiles, deben tener la capacidad de decidir y determinar la línea política, para lo cual será necesario desmitificar la teorización y bajarla del pedestal intelectualoide.

El ejercicio de teorizar debe ser propio de las estructuras de base, no un ejercicio de intelectuales que no conocen las realidades de los territorios ni las necesidades de nuestras gentes. El dirigente popular, el obrero, el joven, la mujer campesina, indígena y afro, deben ser capaz de procesar sus experiencias y convertirlas en teoría, la cual se debe contrastar con los hechos para enriquecerla en un ejercicio de retroalimentación permanente: práctica-teoría-práctica.

En este sentido, un partido para la transformación debe adelantar un proceso de formación constante, de cualificación política de sus integrantes, teniendo en cuenta los contextos y condiciones de cada escenario geográfico. Sobre todo, ese proceso de formación debe basarse en principios éticos y morales que dignifiquen la acción política, que destierre de sus filas la corrupción y el clientelismo, que no dé cabida al más mínimo asomo de aprovechamiento personal, que elimine de raíz la egolatría y que sancione severamente a quienes atenten contra la unidad.

Cuatro años son insuficientes, máxime cuando el poder mediático lanza su artillería manipuladora sin descanso, cuando la desinformación es la táctica de una oposición sin recato ni sentido ético, cuando no contamos con mayorías en el órgano legislativo, cuando la Procuraduría y la Fiscalía están en manos del oscurantismo retrogrado, cuando el poder judicial aun es presa de los poderes mafiosos y corruptos.

Lo urgente es garantizar la continuidad del cambio, unificar a los demócratas y revolucionarios, estructurar una organización para la transformación y cualificar a la dirigencia. En nuestro país y en el continente existen experiencias valiosas que deben tenerse en cuenta para avanzar en esta nueva etapa, a las cuales debe abrírsele paso para que nutran la construcción de ese nuevo partido.

Los prejuicios y las prevenciones deben ceder ante la grandeza que exige el momento, los sectarismos tienen que quedar atrás. De esto va a depender que Colombia no se mueva pendularmente y que, más bien, se les dé continuidad a los gobiernos del cambio para consolidar un proyecto revolucionario que fortalezca y hermane a Nuestra América como polo de poder mundial, más por nuestra capacidad de crear y por sentido de humanidad que por las riquezas de nuestros suelos.


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