Por David Paredes

Cuando un portavoz del gobierno nacional habla en nombre de “los colombianos” ¿incluye en esa categoría a sus detractores, a excombatientes, a presos políticos, a miembros de grupos guerrilleros y, en general, a disidentes de toda laya? No lo hace. El Ministro de Defensa o la Vicepresidenta dicen “los colombianos”, pero hablan en nombre de sus copartidarios y sus electores, que por ser muchos no llegan a ser equivalentes a la categoría “nación”. Tampoco llegan a serlo las miles de personas que siguen un partido de la selección colombiana de fútbol, pero el narrador del partido dice “toda Colombia unida para alentar a este onceno de gladiadores”. En estas exageraciones hay una confusión ontológica no sólo entre un sector y la totalidad de la población sino entre la realidad y la ficción.

Pero más allá de las razones por las cuales dejamos de percibir el artificio que se teje ante nuestros ojos, habría que revisar una de las implicaciones de semejante desatención: el relato creído a ultranza termina por anular la percepción de la realidad y por abrir espacio para la instauración de verdades prefabricadas. Así las cosas, el terreno es fértil para la élite (fusión de terratenientes, partido de gobierno, fuerzas armadas y grupos empresariales) que detenta el poder político y económico y que lo utiliza para sostener su relato, para dotarlo de cierta oficialidad. La élite impone estatus a sus fichas gracias a recursos, símbolos y rituales que conciernen al ámbito público (como lo hicieron al otorgar a Ernesto Macías la Orden de Boyacá, máxima distinción que puede entregar el gobierno nacional a un ciudadano, o cuando el propio Macías gestionó la instalación, a nombre del Congreso, de una placa en homenaje a Álvaro Uribe). De ese modo, en nombre de “los colombianos”, han terminado por investir con dignidad especial a personas que no siempre cumplen con las aptitudes o no tienen una visión de Estado, sino que se desempeñan en un cargo en congruencia con intereses propios y del sector.

La élite impone estatus a sus fichas gracias a recursos, símbolos y rituales que conciernen al ámbito público; en nombre de “los colombianos”, han terminado por investir con dignidad especial a personas que no siempre cumplen con las aptitudes o no tienen una visión de Estado, sino que se desempeñan en un cargo en congruencia con intereses propios y del sector

Un hombre como Darío Acevedo, Director del Centro Nacional de Memoria Histórica, ha dicho que “el Estado no puede imponer dogmas”, pero estuvo en medio de un extenso debate político por haber negado la existencia del conflicto armado (hasta que la presión de actores e instituciones nacionales e internacionales no le dejó más alternativas que decir, apenas en 2020, “he terminado por aceptar la idea de que estamos en medio de un conflicto armado”). El mismo Iván Duque, con sus canas pintadas, con la ocasional recurrencia al acento paisa, es una marca visible de la intención narrativa, y no hace falta enlistar más antecedentes para explicar por qué, con un eufemismo como “definición e implementación de la estrategia de imagen y posicionamiento online del Presidente”, la Presidencia de la República quiso mitigar las “situaciones de riesgo reputacional” y justificar el gasto de más de veinte mil millones de pesos con el objetivo de “cambiar la perspectiva de aquellos que influyen desde sus redes sociales negativamente”. El objetivo, entonces, no era ofrecer información ni desmontar, en abierto debate, los argumentos de los contradictores. El objetivo era y es “cambiar la perspectiva”, inclinar la balanza según la conveniencia, estigmatizar a los críticos empezando por declarar que sus inquietudes influyen “negativamente”.

En vista de lo anterior, tal vez sea pertinente hablar también de quienes, en el relato promovido por la élite, influyen “positivamente”. El papel de los creadores de opinión es bien conocido (“queríamos que la gente saliera a votar verraca”) y lo es también el resultado esperado: una porción mayoritaria del electorado vota, no para promover un proyecto político de organización social, sino para dar licencia a un sector cuyo objetivo es la aniquilación de los opositores en nombre de “los colombianos”. A esa entidad colectiva inexistente (la nación, los colombianos) le son atribuidas con no poca frecuencia opiniones según las cuales la gestión del gobierno nacional es menos reprobable.

El papel de los creadores de opinión es bien conocido y lo es también el resultado esperado: una porción mayoritaria del electorado vota, no para promover un proyecto político de organización social, sino para dar licencia a un sector cuyo objetivo es la aniquilación de los opositores en nombre de “los colombianos”

Sin embargo, ni siquiera mecanismos como las encuestas evidentemente sesgadas han sido suficientes para resanar las grietas del relato impulsado con tanto esmero por el gobierno y sus simpatizantes. Prueba de esto es la Encuesta de cultura política realizada por el DANE en el año 2019. Antes de indicar algunos de los resultados de esa encuesta (los mismos que deben de preocupar a los creadores del relato), cabe aclarar que, como era de esperarse, en la conformación de la muestra no se tuvo en cuenta a la población de los departamentos del Amazonas, Vichada, Guainía, Vaupés, Guaviare, Casanare, Arauca, Putumayo y San Andrés y Providencia, regiones que son innegablemente diferentes en cuanto a condiciones de vida, oportunidades, cobertura de servicios, garantía de derechos, etcétera. Las instituciones deberían aclarar que no les interesa –o no pueden– escrutar la opinión de todo el país. No les interesa o no pueden crear una muestra representativa.

Pero, sin que se pueda dejar de lado el sesgo, la encuesta resulta elocuente. Baste con señalar que la parcialidad consultada escogió la respuesta negativa en los siguientes ítems:

¿Usted considera que en Colombia se protegen y garantizan…
…los derechos a la vida, la libertad, la integridad y la seguridad?
NO: 62,7%

…los derechos a la educación, la salud, la seguridad social, el trabajo y la vivienda?
NO: 62,1%

…los derechos a la libertad de expresión, conciencia, difusión y divulgación de información?
NO: 61,4%

…los derechos a la recreación y la cultura?
NO: 46,9%

…los derechos de las minorías?
NO: 66,7%

…los derechos del campesinado?
NO: 79,2%

…los derechos de las mujeres?
NO: 65,7%

Si esta es la percepción en las ciudades, ¿cuál habría sido la opinión en Inírida, Acandí, Puerto Ospina, Fortul, Guapi, El Charco, Tigre o en otro territorio donde el poder público es asumido por la comunidad o por actores armados y donde el Estado corresponde a una palabra sin aplicación cotidiana? Las instituciones también deberían aclarar que no pueden o no les interesa garantizar los derechos fundamentales en todo el territorio nacional.

Otro ítem de la encuesta fue una proposición incompleta: “Considera que Colombia es un país…”. Las respuestas fueron clasificadas por región. En Bogotá (ciudad que es tomada como una región) apenas un 14,9% escogió la opción “democrático”, mientras que en otras regiones esa respuesta fue escogida por un lánguido 31,8%. Otra opción de respuesta, escogida por la mayoría, fue “medianamente democrático”. (¿Qué significa en este caso el adverbio “medianamente”? ¿Unas veces es un país democrático y otras no lo es? ¿Es democrático sólo para algunos? Y ¿qué es cuando no es democrático?). Por último, las mayorías de esta parcialidad eligieron la respuesta negativa cuando se les preguntó si confiaban en las siguientes instituciones: Procuraduría General de la Nación, Alcaldía, Fuerzas Militares, Congreso de la República, Jueces y Magistrados, Asamblea departamental, Contralorías, Concejos municipales, Policía, Partidos o movimientos políticos, Gobernaciones, Fiscalía General de la Nación, Registraduría Nacional del Estado Civil y Presidencia de la República.

Una búsqueda poco exhaustiva en internet bastaría para constatar que los resultados de la encuesta solo fueron publicados por unos pocos canales de televisión regionales. (Poco falta para que el DANE sea señalado como influenciador negativo, gestor de “riesgo reputacional”). Pero el ocultamiento, desde luego, no impide que millones de personas perciban sin esfuerzo la magnitud de la crisis institucional. Hasta se podría pensar que el relato de la élite dominante tiende a resquebrajarse cada vez más, pero antes de aventurar esa deducción hay que ver de qué manera esa élite hace pie en la ilusión de país para crear y mantener las condiciones de su hegemonía.

Tras la jornada de protestas del 9 de septiembre, el Ministro de Defensa, Carlos H. Trujillo, hizo la siguiente declaración vía Twitter: “Llamo a colombianos de bien, a los que quieren estabilidad para vivir y trabajar tranquilos, a que hagan escuchar su voz mayoritaria en favor de instituciones…”, y más tarde, en comunicación oficial transcrita para el portal del Ministerio de Defensa, habiendo sucedido ya la masacre de trece manifestantes por parte de la Policía, añadió: «Tenemos toda la disposición de colaborar en esto, para dar a conocer a la opinión pública quiénes son los autores materiales, quiénes instigaron, quiénes estuvieron detrás de organizar, planear y ejecutar este ataque contra la Policía Nacional, un ataque que, en realidad, hay que decirlo, fue contra todos los colombianos.»

¿A quiénes se refiere, pues, cuando dice “los colombianos”? Y ¿qué categoría concierne a los millones de personas que han protestado por calles y plazas, y en tantas ocasiones, desde hace un par de años? Para ellos, cualquier ciudadano consciente de la farsa es un apátrida.

Coda

Después de tantos esfuerzos encaminados a crear y sostener el relato según el cual los grupos armados ilegales eran adversarios de “los colombianos”, el Acuerdo firmado en La Habana abrió la posibilidad de que los insurgentes retomaran su rol de ciudadanos. Eso es, precisamente, lo que más hiere a los patriotas dogmáticos. No quieren ver que “los colombianos” son también aquellos a quienes acusaron de narcotraficantes, rebeldes, ignorantes, violadores, vándalos, expropiadores, secuestradores, etcétera, tan ciudadanos como todos los demás (en la misma medida, ni mejores ni peores ante la ley, pues la condición de ciudadanía no tiene matices). Los patriotas dogmáticos tienen miedo de ver que, en realidad, la nación es sólo el falso “nosotros” que ha servido a la élite para darle un tufo democrático a su interés particular.

Los patriotas dogmáticos tienen miedo de ver que, en realidad, la nación es sólo el falso “nosotros” que ha servido a la élite para darle un tufo democrático a su interés particular

Imagen de William Pomares @ Pixabay

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