Empecemos este Editorial repasando algunas de las noticias que nos dejó la semana pasada:
“La humanidad ha destruido la mitad de la biomasa de la Tierra […] De las 550 gigatoneladas de carbono distribuidas en la vida terrestre, los humanos solo poseemos un 0.01%. Sin embargo, somos responsables de la desaparición de la mitad del peso total de la vida». (Mencantala ciencia).
“Solo 40 años de actividad humana bastaron para acabar con más de la mitad de la fauna silvestre de todo el planeta». (Forbes México).
“La Corte Constitucional puso punto final a que las comunidades a través de consultas populares frenen proyectos de naturaleza turística, minera o de otro tipo». (W Radio).
“… hay un punto que prendió las alarmas en las comunidades y el sector ambiental. De acuerdo con la Contraloría, el proyecto de Plan Nacional de Desarrollo derogaría el artículo 173 de la Ley 1753 de 2015 (art. 183 en el Plan). Con esto, se eliminaría la protección y delimitación de páramos para adelantar actividades de exploración y explotación de recursos naturales». (Semana Sostenible).
«El panorama es aterrador porque los lugares más preciados en el país, como manglares, mares y ríos, sufren una contaminación por plástico inmensa…». (El Espectador).
Basta desmarcarse del tema del momento en los medio oficiales para encontrarse cantidad de titulares y análisis que son reflejo de la realidad y la naturalización de este problema: la guerra contra la Naturaleza.
El Acuerdo de París, así como otras varias iniciativas a nivel mundial para mitigar el cambio climático y preservar el medio ambiente, se hallan pobladas de buenas intenciones pero con escasa aplicabilidad e impacto real. Ello es así porque en dichos documentos no se cuestiona el modelo económico del planeta, que es la verdadera causa de los estragos ambientales que hoy padecemos.
De hecho, este mismo poder económico ha echado mano del marketing para lavarse las manos y trasladar el problema hacia otros agentes, en especial, los consumidores. De este modo, no son infrecuentes las campañas de «sensibilización» sobre el uso de bolsas plásticas o pitillos/popotes/pajillas, las cuales pretenden convertir el problema ambiental en una cuestión de elecciones personales, obviando el hecho de que el consumo es una consecuencia de un modelo de producción inflacionaria (y su también consecuente acumulación capitalista). Una estrategia típicamente liberal que consiste en atomizar y, por tanto, diluir el problema y exculpar las decisiones/acciones de las grandes corporaciones mundiales.
Como todas las campañas de marketing, las de «sensibilización» suelen ser sutiles (y a veces ni tan sutiles) fórmulas de disciplinamiento y estandarización, incluso moral, cuyos mayores efectos son una toma de conciencia generalizada basada en la aceptación de los principios éticos del agente difusor. En otras palabras, que la gente termina por creer que ese código moral que recibe a través de la publicidad (que no hay que olvidar la producen los mismas empresas) es el único o el mejor posible.
La consecuencia de todo esto es una oleada de acciones tan inanes como engañosas; de hecho, las bolsas en los supermercados ya no las regalan sino que las venden y la renuncia en el uso del pitillo es apenas una cortina de humo y una buena manera de tener la conciencia tranquila sin tener que cuestionar y combatir el modelo de producción que, huelga decir, no solo crea bolsas y pitillos sino miles y miles de empaques y derivados del petróleo, con el costo ambiental que ello supone. Todas las acciones individuales valen y son importantes, claro, pero todas ellas quedan en nada si hacen parte de una simple estrategia direccionada y creada por la misma industria.
El colonialismo sigue estando vigente y se manifiesta hoy a través de estas estrategias de expolio y depredación de la tierra y sus recursos (y de paso, del desplazamiento o exterminio de comunidades campesinas e indígenas). Como ya lo han advertido diversos pensadores y activistas del buen vivir, el paradigma del desarrollo ha demostrado ser el peor enemigo del medio ambiente y las comunidades autóctonas y los pueblos originarios, empujados hacia la extinción.
Prueba de ello han sido las múltiples trabas y estratagemas legales con las que se ha pretendido frenar el uso de semillas nativas por parte del campesinado en favor de las semillas transgénicas, producidas por Monsanto. Además del evidente daño a la tierra, dicha práctica condena al empobrecimiento progresivo de quienes viven de la tierra. Eso, si antes no han sido desplazadas o eliminadas por grupos armados, muchas veces financiados por las mismas corporaciones, como fue el caso de la empresa Chiquita Brands en Colombia, condenada por financiar grupos paramilitares en la zona de Urabá.
Queremos darle aquí un espacio a la memoria y a la conciencia ambiental; hacer un llamado a la vigilancia permanente y a la acción colectiva que se armonice con los sonidos de la tierra y se haga desde miradas y estrategias siempre nuevas, con todas las armas del arte posibles.
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