Por Wladimir Uscátegui

Hace unos meses se estrenó en la plataforma Netflix la película 22 July, un recuento en tono documental de los hechos ocurridos el 22 de julio de 2011 en Noruega, fecha en la que Anders Behring Breivik, autodeclarado simpatizante de la extrema derecha, anti-islamista y ultranacionalista, perpetró dos ataques terroristas cuyo saldo fue de 77 personas muertas (la mayoría jóvenes estudiantes) y más de trescientas heridas.

Aunque no pretendemos en esta nota hacer una crítica cinematográfica, hay que decir que se trata de una película notable, especialmente por el tratamiento que en ella se le da a un tema tan complejo y sensible. Su director, Paul Greengrass (aclamado por la saga Bourne) opta por un tono casi documental, frío, desapasionado y crudo, evitando casi siempre caer en sensacionalismo pero, ante todo, soslayando los estereotipos morales y juicios maniqueos tan comunes en este tipo de productos.

A nuestro criterio, el mayor logro de la película es justamente mostrar que, pese a lo demencial de su ataque, Breivik no es un loco, un demente o, tirando de clichés, un «monstruo»; es decir, un ser extraño que actúa de manera irracional, incomprensible. Al contrario, su actuación es total y radicalmente racional, aupada por todo un sistema de valores y creencias. Se trataba, en últimas, de esa racionalidad instrumental llevada al límite que, al decir de Goya, efectivamente crea monstruos.

El caso de Breivik, además, ejemplifica muy bien la famosa y polémica tesis de Hannah Arendt sobre de la «banalidad del mal». En su análisis, plantea la filósofa que conductas criminales extremas como las de Eichmann, Breivik y tantos otros responden a conductas perfectamente racionales y no, como solemos pensar, a una suerte de «maldad» metafísica, teológica.

Todo esto viene a cuento al respecto del reciente ataque islamófobo en Christchurch, Nueva Zelanda, cuyo saldo es de 49 personas muertas y 20 más heridas. Tan relacionados están los dos casos que uno de los perpetradores de la masacre en Christchurch ha declarado haberse «inspirado» en y haber recibido la «bendición» de Breivik. Estos casos, sumados a otros de similares características (los arrollamientos en Bottrop y Essen, Alemania en la víspera de este año o el ataque a la mezquita en Quebec, Canadá, en 2017, entre otros) demuestran que, lejos de ser casos aislados (se suele invocar en estos casos la teoría del «lobo solitario»), estos actos terroristas siguen los derroteros de una «agenda» islamófoba.

Pero queremos, además, llamar la atención sobre lo siguiente: nuestra sociedad liberal está demasiado acostumbrada a asumir posiciones acomodaticias y convenientes a la hora de señalar las causas reales de este tipo de conductas. En otras palabras, que solemos, con bastante frecuencia, lavarnos las manos y juzgar a los asesinos y perpetradores como seres monstruosos, deformes y degenerados (más o menos según el prototipo encarnado en el cine por Charlize Theron), increíblemente malvados, muy distintos a nosotros, cuando en realidad se trata de personas con rutinas comunes, casi anónimos, y con una firme convicción en ciertos ideales. Y en eso no se diferencian en nada a millones de personas que profesan una fe o hacen votos de fidelidad con algún partido o representante político.

En lo que sí se diferencian es en el hecho de que tales perpetradores tienen, como se ha dicho, una «agenda» programática… y acceso a armas.

Casos como los de la matanza en una escuela de Sao Paulo, Brasil, el miércoles pasado, tan similares a aquellos tiroteos en escuelas tan tristemente frecuentes en Estados Unidos (que tan bien supo retratar y analizar Michael Moore en Bowling For Columbine), demuestran que la tenencia de armas por parte de la población civil aumenta de manera significativa las probabilidades de ocurrencia de este tipo de acciones.

Creemos que no hace falta demasiada literatura para explicar un hecho evidente: nadie tiene un arma de adorno, por el simple hecho de tenerla. Si se la tiene en casa es para usarla en algún momento, sea en legítima (o ilegítima) defensa, en abierta actitud criminal o, incluso, con fines «recreativos», como suele suceder en los infames clubes de caza. La voluntad y la buena fe no bastan. Y bastan menos en una sociedad espoleada por productos de entretenimiento e imaginarios bélicos: películas o series que entronizan el estereotipo Rambo, videojuegos en los que se asume el rol de snipers o juegos de campo que reproducen las dinámicas de la guerra, como el paintball. Baste recordar que la masacre en Nueva Zelanda fue transmitida de manera infame a través de Facebook Live, en una cruel y cruda materialización del mundo virtual.

Pero hay más: los casos de muertes ocasionadas por uso accidental de armas (por lo general, por parte de niños) son bastante numerosos para demostrar que muchas veces ni siquiera hace falta tener un motivo para causar una muerte: basta con tener un arma a mano.

Todo esto sirve (o debería) para comprender que, además de las razones de tipo político o ideológico (las cuales responden a agendas concretas y no a simples extravagancias de «lobos solitarios»), existen otras más obvias y evidentes, como la tenencia de armas por parte de la población civil.

Que las armas son un riesgo en sí mismas es un hecho tan evidente que ni siquiera debería ser recalcado, pero al parecer, existen todavía personas que abogan por flexibilizar los requisitos para que cualquier persona, cualquier civil, tenga acceso a ellas. En Colombia, la propuesta de algunos políticos de extrema derecha, íntimamente ligados con «empresarios» y dueños de latifundios incultos, parece ignorar que fue justamente eso lo que permitió el surgimiento de grupos paramilitares: la posibilidad de armarse so pretexto de defenderse.

Habrá que tomar nota, pues, de las tristes lecciones que nos dejan estos eventos, con el fin de anticipar los males y desgracias que algunos pretenden desatar sobre nuestra sociedad colombiana. Mientras estamos apenas en vías de encontrar la senda que nos conduzca a la paz, nuevos ejércitos, esta vez de civiles, podrían encender la mecha de nuevos conflictos, cada vez más cotidianos, cada vez más naturalizados.