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Foto: imdb.com

Por David Paredes

Bird Box (2018), el flamante estreno de la compañía Netflix dirigido por Susanne Bier, cuenta la historia de una fuerza siniestra que acecha a las personas y las conduce irrevocablemente al suicidio. Aunque se desconoce el origen de dicha fuerza, esta abunda en el ambiente exterior, es incorpórea y, sin embargo, no penetra en edificios o vehículos; para estar a salvo basta con no mirar a través de la ventana. Semejante antagonista, tan abstracto, no puede ser combatido.

La construcción de argumento y personajes es muy precaria, y por eso se entiende que estos sean incapaces de hacerse dos preguntas fundamentales: Primera, ¿qué es aquello que, siendo invisible, afecta paradójicamente a las personas que “ven”? Y segunda, ¿cómo se podrían explicar los sucesos sin aludir a supersticiones (“el fin del mundo”, “el juicio final”)? En cada uno de estos cuestionamientos anidan aspectos relacionados con el control social y la extinción de la subjetividad, sobre lo cual vale la pena hacer un breve análisis.

Independientemente de qué sea aquello que lleva a las personas a cerrar los ojos y, en consecuencia, a vivir con miedo, lo que se metaforiza en Bird Box es una forma de violencia: la que ejerce el observador furtivo sobre el sujeto observado. La Fuerza susurra el nombre de la protagonista quien, ciega, ignora el origen del susurro. Es una forma de violencia visible en nuestra sociedad de hipervigilancia, voyerismo y terror: estamos siendo observados en cualquier lugar y ya no podemos determinar quién es el observador; de vez en cuando, tomamos su lugar y oficiamos como voyeur, cazamos al acecho, “stalkeamos”; al mismo tiempo, nos aterran un sinnúmero de acciones destructivas que no pueden ser atribuidas a un sujeto: atentados, explotación, empobrecimiento, contaminación…

“Un niño que muere de hambre, muere asesinado” dijo alguna vez Jean Ziegler. Pero, ¿quién es el asesino?; ¿es acaso el orden mundial? La Fuerza o Presencia evocada en Bird Box es la metaforización de la violencia que lo abstracto ejerce sobre los sujetos. Al igual que los personajes de la película, tememos, incluso sin que sea claro quién es el destinatario del temor. Y, como se ha dicho tantas veces haciendo referencia a postulados de Foucault, eso es, en esencia, el efecto esperado del panóptico y la base del control social. Por esto es fundamental que, si se quiere pensar en otras sociedades posibles, se empiece por subjetivar esas violencias, es decir, darles un rostro. Pero es igualmente descorazonador el hecho de que los humanos podamos vivir como esos personajes, huyendo de la Fuerza sin entender de qué se trata, chapuceando entre supersticiones. Por cierto ¿quién habrá de pensar en esas otras realidades posibles?

En Bird Box, los únicos que no necesitan cerrar los ojos son los psicópatas. Ellos pueden deambular sin venda, y no sucumben, no se suicidan, no sufren. Uno de los personajes describe con terror la relación existente entre la Presencia y los internos de un hospital psiquiátrico: “A esos locos no les afectó como al resto. Querían ver. Estaban felices. Estaban muy contentos. Y decían que todos necesitaban verlo”. Es cierto que las personas obligadas a “ver” terminan por suicidarse, pero los psicópatas (entre los que se cuenta un artista, dibujante) encarnan otras formas de ese estar-en-el-mundo.

El resto se conforma con una máxima: sólo sobreviven quienes no ven y no preguntan. La protagonista debe entonces enseñar a los niños a no ver. De esta manera se construye un miedo a lo otro, miedo que, en un momento de tensión dentro de la casa, aparece en el discurso de uno de los personajes: “todo lo que venga de fuera trae muerte”. Es así como las buenas gentes se convierten en verdugos de todo lo que les parezca extraño, aunque se les ha enseñado a eludir aquello que, en realidad, no existe, pero les produce un terror por el que están dispuestas a excluir y a matar. Al final, lo único que quieren esas buenas gentes es una jaula, un lugarcito donde se pueda vivir con seguridad, aunque también con miedo.