ESMAD 1

Por Wladimir Uscátegui y Camilo Parra
[Fotos: Columna Abierta]

Los más recientes eventos relacionados con el paro estudiantil en Colombia han ido marcando una tendencia hacia el recrudecimiento -por lo demás previsible- tanto de las fórmulas de protesta por parte de los estudiantes (apoyados por profesores y trabajadores de las universidades públicas) como de las fórmulas de represión de la fuerza pública. Previsible, decimos, pues los procesos de movilización social responden siempre a una dinámica de «tira y afloje» con el gobierno que se desarrolla en dos escenarios simultáneos: el de la negociación y el de la movilización popular en la calle; en esa tensión se desarrolla toda confrontación dialéctica. El fuerte «tropel» de ayer, 24 de octubre, en la Universidad de Nariño muestra claramente que dicha tensión está lejos de resolverse y que, por el contrario, puede empezar a transitar derroteros harto conocidos. En medio del cruce de informaciones y versiones -las cuales se contradicen entre sí- subsisten, sin embargo, varios elementos que es preciso tener en cuenta a la hora de analizar lo que está en juego.

Lo primero es que, pese a los esfuerzos del gobierno por deslegitimar e incluso criminalizar la protesta, lo que debe quedar claro para toda la ciudadanía es que la protesta es un derecho consagrado constitucionalmente (art. 37), consubstancial a cualquier sistema que se pretenda democrático y, en muchos casos, la única forma de expresión colectiva. Cualquier análisis que se haga debe partir de este aserto fundamental.

Como es recurrente, a los intentos de desligitimación del gobierno se han sumado las lecturas parciales de la siempre interesada prensa liberal, la cual ha tendido a crear una narración «romantizada» de los hechos, esto es, a mostrar un escenario más o menos artificioso que sigue los estereotipos de la ficción romántica, con sus héroes y villanos, sus momentos de gloria y tragedia; en fin, con aquello que llamamos el ‘pathos’ romántico, una elaborada ficción cuyo fin es vehicular ciertos valores morales. Volveremos sobre esto más adelante.

En lo que respecta al contexto local, otra cuestión de importancia es la a todas luces desafortunada coincidencia geográfica de los dos actores antagónicos, conminados a compartir linderos en el sector de la ciudad universitaria. De hecho, más que una desafortunada coincidencia, se trata de una decisión cuando menos torpe. No hace falta tener criterio político sino simple sentido común para saber que, bajo ninguna circunstancia, conviene imponer la presencia de un comando de Policía justo al lado de una universidad reconocida por su beligerancia y la defensa vehemente de su campus. Si bien dicha decisión fue tomada (de manera totalmente inopinada) en la administración pasada -lo que en su momento generó una resistencia bastante fuerte por parte de la comunidad universitaria toda- cabía esperar que se revisara y revocara en la actual, lo cual no ha sucedido.

Un segundo elemento, también relacionado directamente con la administración del alcalde Pedro Vicente Obando es que, según lo dispone la CN (art. 315), «el alcalde es la primera autoridad de policía del muncipio», es decir, que le corresponde a él, en primerísima instancia, ordenar las acciones de la fuerza pública. Esto es importante sobre todo porque la Alcaldía ha pretendido montar la matriz (apoyada por la propia Policía) de que durante los eventos del martes esta última actuó ‘motu proprio’, por decisión autónoma, lo que plantea al menos dos problemas: uno, que el alcalde no tiene «voz de mando» en la institución (lo que le compete por orden constitucional); dos, que la Policía efectivamente haya actuado de manera inconsulta con la autoridad. Sobra decir que ambos son bastante preocupantes en un Estado de derecho.

Sea como sea, lo que queda en evidencia es que, al menos en este caso específico, el alcalde no actuó con la competencia que le exige su cargo ni ha logrado esclarecer algunos hechos que aún son denunciados por la comunidad universitaria, volcada hoy a agotar otra de las etapas de la movilización, como es el bloqueo de vías.

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Nulla aesthetica sine ethica

En cuanto al rol de la comunidad universitaria en el paro, la Asamblea Triestamentaria (estudiantes, docentes y trabajadores) celebrada el día martes, aparte de concluir que se mantendrá el paro de manera indefinida, abordó la cuestión sobre la conveniencia de moderar o radicalizar la movilización, cuestión sobre la que no hay (ni, a nuestro parecer, debe haber) posiciones absolutas.

En este aspecto también se hace necesario precisar algunas cosas.

La primera es que, aunque existen algunos voceros, al interior de la comunidad no existe una estructura jerárquica vertical. Como se había señalado en un artículo anterior, una de las características del movimiento actual es que se ha mostrado como un colectivo ampliamente plural y heterogéneo, sin «líderes» que la direccionen, lo que le ha granjeado la aceptación y acompañamiento de otros sectores de la sociedad.

Lo segundo es que buena parte de la discusión sobre las fórmulas de protesta está bastante permeada por cuestiones morales y meramente cosméticas. Como lo apuntábamos en párrafos anteriores, esta discusión ha estado grandemente moderada por los grandes medios, encargados de amplificar y convertir en tendencia la queja de algunos, preocupadas por preservar la pulcritud de los muros de los edificios y las buenas maneras. Bien es cierto -y de esto se debería tomar nota- que las arengas y pintadas en las fachadas se han tornado menos imaginativas y más rutinarias de lo que cabría esperar, pero ello no implica que un debate social amplio, como lo es la defensa de la educación pública, deba reducirse a una simple cuestión cosmética.

Una purga estalinista de las pintadas, la asepsia en los discursos o el celo excesivo de «lo público» (que no es lo mismo que «lo común») son signos de un pensamiento aséptico y falsamente «neutral» que, en últimas, sirve solo como legitimador de un determinado «estado de cosas». El afán por proponer posiciones neutrales, equidistantes, puede desembocar en una suerte de «banalización» y equiparación de cuestiones solo formalmente similares. Así pues, no es posible equiparar las pintadas de estudiantes con aquellas otras pintadas de ciertos grupos armados que usaron dicha herramienta con fines tan poco estéticos como desplazar personas o amenazar y dictar ultimatums de muerte.

«Nulla aesthetica sine ethica» se cuenta que dejó escrito José María Valverde un ya lejano día de agosto de 1965, justamente el día que varios de sus compañeros docentes -entre ellos, su amigo José Luis López Aranguren, titular de la cátedra de ética- fueron expulsados por apoyar a unos estudiantes de la Universidad de Madrid. Aunque la frase puede interpretarse de diversas maneras, su sentido más lato es que la reflexión estética no debe imponerse a la ética. Dicho de otro modo: las demandas sociales y las formas altamente represivas con que son combatidas, revisten un interés mucho más alto que la simple reflexión acerca de las maneras en que dichas demandas deben ser expresadas.

Si acaso, cabe hacer un llamado a innovar y renovar estas expresiones con el fin de generar mayor simpatía y coincidencia con otros grupos sociales, incluida la institucionalidad y la fuerza pública. Esto es lo que se ha intentado a través de acciones como la «abrazatón» o las muestras artísticas, las cuales han servido para demostrar que las herramientas de lucha son tan heterogéneas como inclusivas. Pero bajo ningún punto es deseable que la discusión termine por diluirse en disquisiciones superficiales.

No obstante, esto no significa que la tesis sobre la radicalización de la lucha colectiva sea automáticamente considerada como «correcta». Como sabemos, en ética no hay opciones «correctas» o «incorrectas», lo que obliga a cuestionar siempre los modos y normas que regulan las acciones humanas.

Dos cosas son claras: la primera, que el movimiento estudiantil debe estar alerta de las infiltraciones, tanto en asambleas como en las refriegas, por parte de agentes del estado (y otros más, también interesados en permear y erosionar el movimiento); segundo, que debe existir un debate permanente sobre los modos y dinámicas de la movilización, pues no todos los momentos son iguales y cada uno exige e impone sus propias fórmulas. La radicalización de la lucha deber estar sobre todo fundamentada en la persistencia y en la demostración de músculo social, todo lo cual va encaminado a fortalecer las posiciones asamblearias y las negociaciones con el gobierno.

Las acciones más confrontacionales, por su parte, han demostrado tener escasa aceptación en los sectores más amplios de la sociedad, lo cual no parece conveniente, pues una de las fortalezas del momento actual ha sido la confluencia de diversos sectores sociales (clase obrera, padres y madres de familia, incluso estudiantes de universidades privadas) que han encontrado en la lucha estudiantil un espacio común que permite visibilizar también otras demandas. Perder ese favor popular no parece lo más apropiado ni lo más inteligente en el contexto actual, pues ese favor es lo que nos permite pensar que, por esta vez, la matriz impuesta por la santa alianza entre medios y gobierno, no ha sido tan efectiva (ni afectiva).

No hay fórmulas para la lucha; lo que hoy es una estrategia efectiva, mañana puede ser una acción desvirtuada. La innovación y no la «combinación» en las formas de lucha es lo que permitirá ganar el pulso a un gobierno que, por desgracia, ha venido mostrando su apego a las tradiciones más reaccionarias y represivas.