
Por David Paredes
Durante más de tres décadas, en círculos académicos y en escenarios de debate o de opinión, se ha hablado de lo incompatibles que pueden ser la Constitución de 1991 y el creciente centralismo político-administrativo de Colombia. Mientras la Constitución permitió crear las gobernaciones y, con esto, por decirlo de algún modo, distribuir el poder ejecutivo por todo el territorio nacional, en la práctica, el poder ha seguido siendo ejercido desde el centro.
Un indicador de esto es el porcentaje del presupuesto que se transfiere, a través del Sistema General de Participaciones, a las entidades territoriales, entiéndase municipios, departamentos y territorios indígenas. En un principio, según lo estipulado en la Constitución, el porcentaje transferido a esas entidades territoriales debía aumentar de acuerdo a los ingresos corrientes de la nación, pasando del 14% que se transfería en 1993 a un 46% que habría de ser transferido en el año 2002. El incremento se llevó a cabo de forma progresiva hasta 1999, año en el cual, por la crisis económica de los años noventa, el Congreso consideró pertinente rectificar las buenas intenciones consignadas en la Constitución.
Lo que siguió a partir de entonces fue un decrecimiento progresivo de ese porcentaje, razón por la cual el monto transferido en el presente corresponde a un 20% de los ingresos nacionales. Esto, por si hace falta simplificarlo, equivale a decir que las instituciones de orden nacional, en lugar de entregar el presupuesto a las entidades territoriales, lo administran por su cuenta y sólo transfieren un 20% del disponible.
El centralismo político-administrativo no sería problemático si diera muestras de ser eficiente. Pero la realidad es otra: los gobiernos no han sabido cómo generar soluciones contundentes para problemas y territorios específicos, ya por limitaciones logísticas, ya por sesgos políticos o, entre otros problemas, por la corrupción.
Un informe de la UNICEF publicado el año anterior subraya que, en Colombia, al menos noventa y cinco municipios tienen problemas derivados del consumo de agua no tratada, la mayoría de los cuales se encuentra en Chocó, Amazonas, Nariño, Guainía y Vaupés. Otras mediciones estiman que la cifra es más alta. Por situaciones como esta, se podría considerar que la centralización, más que un simple rasgo de la política nacional, es parte del problema: un modelo de gobierno que lleva demasiado tiempo fracasando en el intento de abarcar los territorios.
Una de las alternativas para abordar esta crisis administrativa reapareció a mediados del semestre pasado (pues había sido noticia hace dos años) con el proyecto de reforma del Sistema General de Participaciones – SGP. El día del primer debate, Ariel Ávila, ponente del proyecto ante Senado y Cámara de Representantes, afirmaba que “el Estado colombiano está diseñado para joder al territorio más jodido porque el sistema termina moliendo a los sitios más afectados”. Un diagnóstico eficaz y, sin embargo, moderado, demasiado prudente. Ávila pudo ser más específico y señalar que el Estado colombiano ha sido tomado durante décadas por personas o grupos cuyos intereses han encontrado algún favorecimiento gracias a la crisis de las periferias. O acaso, ¿no hay terratenientes, empresarios “de buena fe”, incluso congresistas, que han aprovechado la devaluación de la tierra en zonas desprotegidas para acaparar títulos de propiedad y beneficiarse de su desamparo?
La reforma al Sistema General de Participaciones está encaminada a entregar más poder de decisión y de ejecución a las entidades territoriales. Para ello, el propósito es duplicar, en el curso de doce años, el porcentaje transferido a estas entidades, a fin de crear las condiciones de un poder más local, ejercido con la competencia y el monitoreo de quienes representan al Estado en los contextos específicos donde se requiere la acción estatal.
Elaborado por los congresistas Guido Echeverri, Gustavo Moreno y Jairo Castellanos, este proyecto de reforma fue sometido a escrutinio en ocho debates, con críticos y tecnócratas de todas las corrientes ideológicas representadas en el Senado de la República y en la Cámara de Representantes, debatido, incluso, entre Juan Fernando Cristo, Ricardo Bonilla y Alexander López, entonces representantes del Ministerio de Hacienda, el Ministerio del Interior y el Departamento de Planeación Nacional, respectivamente.
Por si esto no fuera suficiente, los promotores de la reforma debieron disipar, por una parte, las dudas planteadas por el Banco de la República con respecto a los riesgos fiscales, y por otra, la carta suspicaz de un frente amplio y variopinto conformado por algunos exministros de hacienda, a quienes les inquietaba que el costo de funcionamiento institucional se multiplicara. Al respecto, el senador Guido Echeverry aseguró que el costo fiscal de la reforma terminará siendo cero. «No se trata de propiciar el desbalance entre ingresos y gastos, sino de adelgazar el Estado central y robustecer los Estados territoriales», explicó.
Con todo, la reforma, de corte indudablemente progresista, fue aprobada en el Congreso por mayorías contundentes y con el beneplácito de las asociaciones de departamentos y municipios. Sin más objeciones ni argumentos adversos en ninguno de los escenarios de trámite legal, este 19 de febrero de 2025 Gustavo Petro finalmente promulgó el acto legislativo que reforma el Sistema General de Participaciones. Se trata de un gran avance en el proceso de reconocer la mayoría de edad de las comunidades.
Ahora, el paso siguiente ha quedado enunciado en el nuevo texto del artículo 356 de la Constitución: “El Gobierno nacional, en ejercicio de sus facultades constitucionales, deberá presentar el proyecto de ley orgánica tendiente a efectuar los ajustes necesarios a la estructura de la administración pública, en razón de la transferencia de competencias […], garantizando la eficiencia del gasto público y evitando la duplicidad de funciones entre los distintos niveles de gobierno”.
Hasta que no esté lista la ley orgánica, la reforma no tendrá aplicación práctica. Desde ya, se especula que el trámite legislativo para que esto suceda tardará, como mínimo, dos años. Pero todavía no ha iniciado ese calvario y ya la oposición, que no encontró argumentos para oponerse a la reforma, ha interpuesto una demanda ante la Corte Constitucional porque hubo, según la senadora Paloma Valencia, errores en el proceso legislativo a la altura del cuarto debate (aunque sólo hasta ahora se animó a demandar).
Como en otras ocasiones, la bancada del Centro Democrático recurre a minucias procedimentales para recuperar protagonismo y entorpecer una reforma por el hecho simple de que no la impulsaron sus representantes. Así, estos opositores empecinados desvían la atención y abren debates enfocados en lo no esencial. Y puesto que en otras situaciones fracasaron en el intento de convocar movilizaciones para oponerse a la gestión gubernamental, hoy no les queda más que poner en marcha estas escaramuzas. Lo hacen sin argumentos, acaso con el fin de oponerse, no al gobierno nacional, sino al ejercicio del poder popular, pues el resultado de la demanda podría ser el hundimiento de la reforma y, por consiguiente, un obstáculo más para reconocer la autonomía de las entidades territoriales.
Intentan hundir la reforma como lo hicieron con la ley de financiamiento, cuyo contenido, por cierto, se negaron a debatir. ¿Será que lo hacen de esa manera solapada, fuera de los espacios de debate, porque no se atreven a afirmar de forma directa que las entidades departamentales y municipales, en su realidad distante y en su fuero independiente de la ilustradísima Bogotá, les parecen incompetentes? ¿O será que su ideario conservador ha querido desde siempre restar poder a las comunidades para centralizar capitales en el centro político del país?
Enfocan su atención en vicios de forma, sabotean las sesiones retirándose del capitolio, interponiendo recursos inanes, sea para distraer, para no legislar, para eludir la justicia con base en el vencimiento de términos… Esta es ya una marca distintiva de los partidos de oposición. Les sirve un Estado y una democracia disfuncionales. Al parecer, sólo en esa atmósfera pueden utilizar las instituciones públicas para impulsar sus intereses: necesitan evitar las reformas, no porque ignoren la pertinencia de las mismas, sino porque un Estado cada vez más democrático les resta poder. Necesitan que las cosas no funcionen para justificar su pose de opositores.
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Coletilla: es esta una buena oportunidad para revisar algo que el país sigue teniendo pendiente: los resguardos indígenas también son entidades territoriales. Tienen organismos internos de poder ejecutivo, legislativo y judicial. Sin embargo, siguen supeditados a las alcaldías y estas se encargan de administrarles los recursos. No cabe duda de que el tema tiene que ser uno de los abordados por la ley orgánica que el gobierno nacional debe presentar, y vamos a ver, en el marco de ese debate, a qué consigna retrógrada se aferrará la oposición.
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