Por David Paredes

Un adolescente dispara contra el senador Miguel Uribe Turbay ante decenas de testigos. De inmediato, empiezan a circular teorías. Algunas pretenden quitar el velo a los supuestos autores intelectuales: “El presidente ordenó el atentado”; “lo hicieron los propios copartidarios del senador”; “fueron las bandas criminales”; “la primera línea”; “la mafia internacional”… Otras dan por cierto que todo es un montaje similar a los que vimos en el año 2006, cuando el ejército y el ya desarticulado Departamento Administrativo de Seguridad organizaban y frustraban auto-atentados para inflar los resultados de la “seguridad democrática”.

En muchos casos, se trata de teorías insostenibles, señalamientos basados en convicciones, premisas falaces utilizadas para fundamentar acusaciones sin un mínimo indicio, sin pruebas. Por la falta de información veraz, tantas hipótesis sobre la autoría intelectual del atentado están condenadas al equívoco, la irrelevancia o la provisionalidad. 

Entre tanto, hay teorías que no serán desestimadas o no se desplomarán de manera espontánea, pues no se enfocan en hechos concretos sino en una especie de diagnóstico social. Por ahora, quiero revisar dos:

1. Que el atentado nos lleva de vuelta a los años ochenta o a los noventa. Es, quizás, una de las ideas con más eco por estos días. La repite cualquier diletante de estudios políticos. La repite el antropólogo Carlos Granés en su columna publicada esta semana en el diario español ABC. La repite uno de los transeúntes entrevistados en un reportaje para el canal de televisión France 24 (emitido dos días después del suceso). Ese transeúnte, por cierto, llevando más allá la idea de que retornamos a un tiempo fatídico, compara a Uribe Turbay con Luis Carlos Galán: “Galán fue asesinado por estorbarle a los mafiosos y hoy Miguel Uribe Turbay sufre un atentado por estorbarle a las mafias”.

    Las comparaciones pueden ser oportunas pero, en medio de la prisa por decir algo, se convierten en equivalencias sin fundamento. Como ha dicho en estos días el senador Iván Cepeda el país de hoy cuenta con organismos de inteligencia e investigación penal, con la Constitución de 1991 y con una opinión pública con mayor y más veloz acceso a la información. Además, el conflicto actual no es contra carteles como los de hace treinta o cuarenta años. Y Uribe Turbay, por si hace falta decirlo, no es Galán, ni Jaramillo Ossa, ni Pizarro, por más que las circunstancias de los atentados produzcan resonancias.

    Uribe Turbay, más que un personaje disruptivo, sigue siendo sólo un precandidato animoso que trata de ser visible entre una lista abultada de precandidatos. Y si existe alguna “mafia” que concentre poder económico, político y militar, de seguro no es un político conservador como Uribe Turbay quien le resulta incómodo.

    2. Por otra parte, aparece una y otra vez la teoría de que la causa del atentado es la polarización política e ideológica. Según los repetidores, hay “discursos de odio” que alteran a la nación y desencadenan la violencia, como si estuviéramos ante el acto espontáneo de un transeúnte rabioso que, influenciado por las arengas del presidente o por las noticias falsas de cada día, hubiera decidido disparar sin más contra un senador.

      En lugar de eso, ya no cabe duda de que lo visto el sábado 7 de junio es el resultado de un plan meticuloso. El reporte oficial de la Fiscalía permite entender que el atentado requirió, entre otras cosas, la consecución de un arma proveniente del extranjero, el reconocimiento previo de la zona, la disposición de vehículos y la acción de personal encubierto. Los autores intelectuales debieron adelantar un proceso de inteligencia para saber dónde iba a estar Miguel Uribe Turbay, información que no sería accesible para cualquier persona, sobre todo si se tiene en cuenta que, como lo reveló Víctor Mosquera, edil de la localidad de Fontibón que acompañaba al senador en su jornada proselitista, el evento no fue planeado. (En una entrevista para Caracol Radio, Mosquera explica que tenían en mente un itinerario general por el sector y que fueron haciendo paradas aleatorias. Nadie, aparte de esa comitiva, sabía dónde iba a detenerse Uribe Turbay).

      A menos de que nos empeñemos en ver las cosas con ingenuidad, sería difícil sostener la teoría de que la actuación de una estructura criminal depende de los “discursos de odio”. Más valdría revisar a qué nos referimos con la expresión “discurso de odio”. A veces parece el nombre impreciso que se le ha dado a la confrontación política e ideológica de siempre, la misma que está basada en interpelaciones que no son, necesariamente, incitación a la violencia.

      Si no revisamos cuidadosamente la supuesta relación entre discursos y actos, terminaríamos por responsabilizar a Carlos Felipe Mejía por el ataque con arma de fuego que recibió, en el año 2022, el carro en el que se transportaba el entonces candidato Gustavo Petro. Antes de ese atentado, Mejía había alzado la voz en una sesión del Congreso para decir “usted sobra, senador Petro, ¡usted es el que sobra en este Congreso!”. Pero no, el senador uribista no indujo a nadie a disparar. La acción premeditada de una estructura criminal no puede conectarse de forma tan caprichosa con los discursos que abundan en los escenarios de debate. Para decirlo de otro modo, los cuestionamientos ante los actos, las responsabilidades y las estrategias del opositor político no son lo mismo que amenazas, incitaciones o planes homicidas.

      Hoy se habla de “resentimiento social”, “estigmatización” o “amenaza contra la institucionalidad” cada vez que alguien confronta, devela responsabilidades o exige acciones concretas. Por cuenta de esta imprecisión, y por la repetición sin discernimiento, dejamos de ver que el problema no es la polarización, sino la pobreza del debate y la escasez de escenarios en los que esa polarización pueda tener lugar con garantías. Quizás lo democrático, más que con la moderación y la uniformidad de pensamiento, se afiance con la creación de escenarios en los que las contradicciones no terminen en violencia.

      Hace poco, vimos a Andrés Escobar, hoy concejal de Cali por el partido Centro Democrático, disparando contra personas que manifestaban una posición política distinta a la del gobierno de Iván Duque. ¿Dónde estaban entonces los analistas de la polarización? ¿Y dónde estaban cuando, en el año 2019, escuchamos la frase “plomo es lo que hay, plomo es lo que viene”, pronunciada por un uribista entusiasmado? ¿Hacia dónde miran los teóricos de las amenazas contra la institucionalidad cuando el propio Miguel Uribe Turbay o su copartidaria, la senadora María Fernanda Cabal, promueven la legalización del porte de armas, o cuando el candidato Santiago Botero Jaramillo dice que en Colombia no hay protesta social, sino vandalismo, y que, por lo mismo, en su gobierno lo que habrá es “balín”?

      Al parecer, la conexión entre “discursos de odio” y violencia política es intermitente y utilitaria: la desempolvan de cuando en cuando los críticos honorarios –y sus seguidores–, sobre todo en medio de contiendas electorales.

      Los analistas y las teorías ingenuas abundan. Sin embargo, no siempre resulta evidente el interés que precede a cada teoría. En este caso, no debe extrañar a nadie que algunas personas se sirvan de ideas como la del retroceso en la historia para reposicionar la “mano dura” o la “seguridad democrática”. Al mismo tiempo, ante los “discursos de odio”, algunos validarán sólo los “discursos de solidaridad” en favor de Miguel Uribe Turbay (solidaridad que suena bien en cualquier mitin de campaña preelectoral). Querrán que se haga silencio, que sólo hable la llamada “gente de bien”. Que, en cuanto sea posible, no haya más denuncias ni análisis que aludan a la explotación, la inequidad o la inadmisible lucha de clases.


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