Por Cristina Martínez

La foto que acompaña esta nota fue tomada hace unos meses en un evento denominado «sunday service», especie de misa evangélica organizada periódicamente por el megalómano Kanye West. En ella, el músico afroamericano aparece junto a los también artistas Justin Bieber y Marilyn Manson. ¿De qué se tratan esas misas en las que todo el mundo se viste íntegramente de blanco? Ni idea, pero las imágenes son, como mínimo, inquietantes. La respuesta más obvia sería que se trata de uno más de los acostumbrados delirios místicos de un hombre que pretendió ser presidente de los Estados Unidos y se percibe a sí mismo como una especie de dios. Un pendejazo de aquí a la Luna, vamos, aunque por desgracia no el único: cada vez son más los billonarios con proyectos faraónicos y estúpidos en la cabeza.

Los delirios de poder y los excesos suelen ser comunes entre los famosos. En la mayoría de casos, sus comportamientos parecen seguir un guión más o menos establecido y están destinados a convertirse en carne de titular: romper habitaciones de hotel y lanzar televisores desde la ventana. Otros, sin embargo, ya rozan o caen de lleno en el ámbito de la criminalidad, como parece ser el caso de Marilyn Manson, artista que actualmente enfrenta múltiples acusaciones de violencia sexual por parte de varias de sus ex-parejas sentimentales.

Arropado por un aura de malditismo calculado y circense que actualizaba la estética siniestra de artistas como Alice Cooper u Ozzy Osbourne y abusando de todos los clichés de la contracultura, Manson se convirtió, en la última década del siglo pasado, en el artista que mejor representaba esa mala conciencia de la sociedad conservadora norteamericana. Su imaginería (más anticristiana que verdaderamente satánica), aunada a una glorificación de lo siniestro y lo monstruoso, le garantizaron un lugar prominente en la iconografía de una época confusa y convulsa. La fórmula, sin embargo, se agotó pronto y, de personaje polémico y provocador, Manson pasó a ser una suerte de payaso decadente que ya no causaba gracia y sí mucha vergüenza ajena.

Siempre supimos que su cacareado anti-cristianismo y sus apologías del crimen y el asesinato no eran más que una pose, una elaborada y grotesca ficción. Pero las denuncias que hoy se conocen sobre sus abusivas prácticas sexuales y las vejaciones a que sometió a varias de sus compañeras sentimentales parecen indicar que, arropado (¿protegido?) por su condición de artista “excéntrico” y “polémico”, el señor Brian Warner traspasó esa línea que separa el espectáculo de la vida, a la persona del personaje.

En su libro Los fantasmas de la mente el escritor y patólogo Eduardo Monteverde trata de exponer las inconsistencias de ese cliché, al parecer heredado del Romanticismo, según el cual la insanía mental es condición de la creación artística. Después de analizar decenas de casos de artistas de diferentes áreas (pintores, músicos, escritores, cineastas), Monteverde arguye que, en la gran mayoría de casos, las presuntas enfermedades mentales o desequilibrios anímicos no solo no favorecieron la creatividad de los artistas sino que, por el contrario, la embotaron.

Un excelente ejemplo de esto es Edgar Allan Poe, célebre dipsómano que, sin embargo, no cedió jamás al impulso de escribir en estados alterados de conciencia. Muy al contrario, Poe es prácticamente el primer escritor moderno que concibe su arte como un “profesional”, privilegiando la racionalidad y la lógica por sobre la inspiración. Por supuesto, su caso, como el de otros, exige matices, pero está claro que la imagen tradicional que hoy tenemos del poeta se ajusta más al del “artista torturado” (retomando el célebre título de un disco de Todd Rundgren) y patético que al de un profesional de la pluma, disciplinado y concienzudo. Acosado y finalmente liquidado por su adicción al alcohol, signado por la muerte, la enfermedad y la pobreza, Poe fue efectivamente un artista trágico que supo volcar sus miedos, traumas y sentimientos más mórbidos en ficciones que aún hoy provocan escalofríos. Sin embargo, lo hizo siempre (o casi) buscando la eficacia literaria más que el efectismo sentimental.

El artista es siempre alguien extraordinario. Pero esta excelsitud debe buscarse siempre en su producción artística y no en su personalidad, muchas veces moldeada para satisfacer las expectativas de una sociedad sumida en el aburrimiento y ávida de escándalos y chismes. Ahí está Dalí, cuya obra genial ha sido tristemente opacada por su extravagante persona. O Nietzsche, reducido a caricatura y citado indiscriminadamente como autor de una única “frase célebre”. O John Nash, célebre matemático norteamericano convertido en prototipo del “genio atormentado” gracias a la ficción cinematográfica. Monteverde aclara, sin embargo, que en el caso de Nash, como en el de otros “enfermos ilustres”, la enfermedad se manifestó después y no antes de que se manifestara su genio. Pero, a diferencia de los artistas, los científicos son aburridos y una buena dosis de extravagancia (el cabello desordenado de Einstein), una vida trágica o una enfermedad romantizada son necesarias para atraer hacia ellos la atención de las masas.

El artista es siempre alguien extraordinario. Pero esta excelsitud debe buscarse siempre en su producción artística y no en su personalidad, muchas veces moldeada para satisfacer las expectativas de una sociedad sumida en el aburrimiento y ávida de escándalos y chismes

Los comportamientos erráticos de Manson o de West les garantizan una exposición permanente en los tabloides pero a costa de perder interés en su obra, bastante irregular en el caso del primero, extraordinaria en el segundo. El malditismo de postal vende, crea hype, es rentable, tanto en términos de marketing como de influencia mediática. El triunfo electoral de Donald Trump, arquetipo del millonario extravagante que está por encima del bien y del mal, parece haber animado a tantos otros outsiders de disfraz que, como Manson, creen tener el derecho de tratar mal a sus amigos (son míticas las peleas del cantante con los miembros de su banda) como a las mujeres que se adentran en sus círculos. “Cuando eres famoso -dijo una vez Trump-, puedes hacer con ellas lo que quieras. Agarrarlas directamente del ***, si quieres”. O puedes, como lo hizo West, boicotear a una artista (Taylor Swift) por el simple hecho de que no te gusta. O puedes, como Manson, someter a tus amantes a abusos y violaciones sistemáticas. Todo porque eres famoso, porque eres rico; porque cuando eres esas dos cosas “puedes hacer lo que quieras”.

Foto: Captura de pantalla YouTube.


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