Por David Paredes

A poco más de un año para que termine el período presidencial de Gustavo Petro, han quedado en el camino intenciones como la de crear un frente amplio o la de llevar a puerto la llamada «paz total». En medio de limitaciones, desaciertos, frustraciones, pendientes y vicios tradicionales de la institucionalidad, los objetivos del proyecto progresista se han tornado más específicos. Pero nada de esto parece haber reducido la ambición del proyecto grande: la transformación que habría de redireccionar al Estado hacia la búsqueda de justicia social.

Aunque la transformación es un hecho en temas puntuales (administrativos, ambientales, tributarios), el gobierno ha comprendido que el propósito no será alcanzado gracias a la gestión ministerial o a la suficiencia de argumentos en los escenarios de debate.

El cambio social e institucional tropieza de manera reiterativa con lo establecido, con el orden político, social y económico en el que unos sectores, que siguen ejerciendo el poder a pesar de que se hacen llamar “oposición”, propenden por un Estado cuyo funcionamiento no repercuta sobre la economía.

Desde su punto de vista, no es inteligente ni estratégico poner condiciones a quienes explotan los recursos o promueven acuerdos comerciales asimétricos. Tampoco conviene avanzar en el proceso de descentralización ni en la dignificación de las condiciones laborales, ni vale la pena que el Estado asuma –para regularlas– algunas de las funciones que hoy son competencia de entidades privadas. 

Sin embargo, sería impreciso afirmar que la “oposición” conservadora pretende anular la intervención del Estado en asuntos económicos. Lo que promueve es una intervención selectiva, conveniente. A nadie debe sorprender que Jaime Cabal, presidente de Fenalco, subraye la supuesta inconveniencia tanto de la reforma laboral como de las marchas multitudinarias a favor de la misma, y que celebre el bloqueo interpuesto por un grupo de “valientes senadores” en el trámite de la reforma en el Senado. No es difícil entender las razones por las que, en esta y en otras ocasiones, la bancada conservadora termina saboteando incluso los proyectos que habrían de beneficiar a quienes le dieron su confianza en las urnas. Pero, además de hacer ver que las reformas, según ellos, afectan de manera irremediable a la estabilidad económica, hacen esfuerzos ingentes para instalar en el imaginario popular la idea de que cualquier reforma es tan nociva como el discurso que la promueva.

La actitud de aversión a las reformas evoca algo que el músico y escritor Carlos Fregtman denominó misoneísmo, un “miedo profundo y supersticioso a la novedad y el cambio”; un miedo promovido, en este caso, por grupos empresariales, congresistas, expresidentes y medios de comunicación. Al menos ya no hablan de “castrochavismo” ni anuncian que “nos vamos a convertir en Venezuela”, pero a diario sentencian que las reformas corresponden a ideas etéreas, veleidades de mentes retorcidas que “quieren destruir el Estado de derecho en Colombia”, como dijera hace un año Rafael Nieto, exviceministro del Interior y de Justicia (2003-2004).

No es nada nuevo: el miedo de la ciudadanía ante la supuesta peligrosidad de los cambios es una de las circunstancias que requiere el conservadurismo para sobrevivir. Aparte, requiere también de un aparato estatal sumido en el letargo de la burocracia y la corrupción, que tramite reformas superficiales, cambios de cifras, pero que no cuestione el fundamento de los conflictos sociales. Será por esto que la élite conservadora ha optado por entorpecer, paralizar o eludir los escenarios de discusión.

Por su parte, el progresismo se compromete a ir de lo tradicional a lo no conocido. Los esquemas rígidos terminan siendo inadecuados a medida que cambian los tiempos: se tornan excluyentes e ineficaces para afrontar crisis sociales o ambientales, de modo que se hace urgente la transformación. Y no se puede esperar que este proyecto avance sin implicar desequilibrios y perturbaciones. De aquí que esté en cuestión su viabilidad, pues ¿qué tan probable es transformar lo que parece anquilosado por décadas de una indiscutible tendencia conservadora? ¿Quién, en estas condiciones, podría crear las circunstancias propicias para la irrupción de lo diferente? ¿Quién, y de qué manera, podría abrir una brecha de discontinuidad en el orden establecido?

En una entrevista publicada hace un par de meses, ante la pregunta “¿en qué cree que ha fallado durante este tiempo?”, Gustavo Petro respondió “en creer que puedo hacer una revolución gobernando, cuando eso lo hace el pueblo”. La reflexión podría parecer una más entre el discurso habitual de Petro, pero su contenido nos remite a estudios antropológicos como los de Le Breton, Aby Warburg, Martine Segalen o Arnold van Gennep. Estos autores evidencian que las circunstancias propicias para la transformación han sido pretendidas por los sistemas sociales desde tiempos remotos, y que, sin embargo, lo emergente no suele ser agenciado por la voluntad de un individuo, sino por el acto en medio del cual ese individuo obra en nombre de una entidad abstracta, a veces divinal, a veces humana y colectiva: la Patria, la Constitución, la Historia, con el fin de encontrar la fuerza que no encuentra en sí mismo en el momento de impulsar las transformaciones. En otras palabras, lo tradicional es transformado cuando un individuo o un grupo, en un acto de invocación, se postulan como instrumento de lo que se reconoce como voluntad abstracta y no subjetiva.

Esta podría parecer una interpretación mística, pero la invocación de la voluntad abstracta es algo cotidiano. El propio Iván Duque solía acudir a una entidad no subjetiva, “los colombianos”, “el deseo de toda Colombia”, para sustentar decisiones como la de cerrar la frontera con Venezuela o arremeter contra una manifestación popular. Vicky Dávila habla en nombre de “los colombianos de a pie” que, según ella, “buscan un nuevo camino y quieren sacar a la izquierda radical del poder”. Y Germán Vargas Lleras, y la periodista Salud Hernández, con su “ya no le creemos a Petro”, se fingen portavoces de un nosotros amplio, como si una multitud les hubiera diputado para hablar en nombre de ella.

Gustavo Petro, además de postularse como instrumento de lo que reconoce como la voluntad del pueblo que lo eligió, ha decidido invocar a esa entidad abstracta para que comparezca en las calles y en las urnas. Lo hace poniendo sobre la mesa una consulta popular que irrumpe de manera pasajera en el esquema tradicional de representación, exclusión y acaparamiento del poder, un suceso que podría abrir paso a lo diferente, es decir, al contenido de la reforma, a la participación directa de la ciudadanía y a la sospecha de que el Congreso no representa a las mayorías. Y aunque bien se sabe que la consulta, condicionada por la desinformación, la tergiversación y el miedo, podría dejar un resultado insólito (comparable al del plebiscito del año 2016), lo cierto es que se trata de un paso más en el camino hacia la discontinuidad política e ideológica. Es el proyecto grande del progresismo: la apertura ante la sustitución de esquemas rígidos que ya no permiten sostener la vida.

Foto: Cuenta de Flickr de la Presidencia de Colombia


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