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Por David Paredes

Dice Diego Martínez Lloreda en una reciente columna que la actual Minga en el Cauca “es una agresión flagrante contra los habitantes de Nariño y Cauca que cada vez que les da la gana bloqueen la única vía que comunica al sur con el centro del país” y más adelante caricaturiza y criminaliza a los indígenas: “el solo hecho -dice- de atravesar en la vía rocas inmensas y alambre de púas y luego sentarse encima de esa barrera con cara de chamán es de una violencia infinita”.

Cuando se deslegitima la protesta y se promueve su represión violenta bajo el pretexto de velar «por el interés general» (la contención de disturbios potencialmente peligrosos, el desbloqueo de vías de uso común, etc.) en realidad se avanza en el propósito de imponer una idea de sociedad y de país. Ese es, precisamente, el conflicto histórico que se manifiesta por estos días en el Cauca. Asumir que la manifestación de la Minga responde a un capricho es desconocer y juzgar a los manifestantes no sin una exhibición grosera del más pobre análisis político e histórico. Sin embargo, semejante juicio resultaría inocuo si no fuera porque se suma a una oleada de opiniones similares que terminan por distorsionar la realidad y empobrecer el debate.

Algunos ingredientes del conflicto histórico han sido consignados entre los principios de la llamada Minga por la defensa de la vida, el territorio, la democracia, la justicia y la paz, que aúna a cerca de veinte mil campesinos, indígenas y afrocolombianos como representantes del cansancio de otros cientos de miles. La necesidad de que las consultas populares tengan carácter vinculante, la gestión de recursos naturales y su explotación, la tenencia de la tierra y la defensa de los territorios son algunos de los temas que la Minga propone para una conversación con el gobierno. En términos más amplios, el pliego incluye una crítica al modelo neoliberal extractivista y las repercusiones directas que este tiene sobre las comunidades y sus territorios. Como es evidente, existen diferencias estructurales con respecto a los planes de desarrollo que han puesto en marcha los últimos gobiernos.

Hoy, en el Cauca, se habla de alternativas ante el modelo neoliberal: trocar el “desarrollo” por el Buen Vivir, la legislación vigente que sustenta la explotación del suelo y la presencia de grupos armados por el derecho propio y la autonomía de los pueblos (abriendo el debate en torno a un conflicto jurisdiccional). De fondo, la disputa tiene relación con el proyecto de nación que se ha construido durante décadas, el mismo que se impone sin integrar efectivamente a comunidades étnicas y rurales.

Hoy, en el Cauca, se habla de alternativas ante el modelo neoliberal: trocar el “desarrollo” por el Buen Vivir, la legislación vigente que sustenta la explotación del suelo y la presencia de grupos armados por el derecho propio y la autonomía de los pueblos

Desde la perspectiva hasta aquí expuesta, la democracia, tal como se la conoce en Colombia, es un concepto apenas referencial e impracticable. El presidente no podría representar a sectores diversos cuyas visiones difícilmente encuentran punto de convergencia. De aquí que la crisis social sea también política y, por tanto, esté relacionada con el poder y la gobernabilidad.

Así pues, el análisis de esta situación debería hacerse en términos políticos e históricos, dejando atrás el prejuicio y los lugares comunes de los que echan mano los detractores de procesos comunitarios como la Minga.

Si el análisis se lleva desde el ámbito político al jurídico (que en la práxis, desde luego, no se encuentran escindidos), la represión violenta evidencia un conflicto entre sectores al tiempo que un problema jurídico. Así, por ejemplo, cuando un agente del ESMAD utiliza armas o algún método de represión violenta en contra de un ciudadano, ¿no lo despoja de su condición jurídica de ciudadano? Si el gobierno ordena reprimir con armas que atentan contra la vida ¿no está admitiendo tácitamente un estado de excepción que podría resultar inconstitucional?

Esta figura del «estado de excepción» ha sido una de las preocupaciones más acuciantes en Giorgio Agamben, pues se extiende por los países, ya no como un estado provisional, sino como “paradigma de gobierno dominante en la política contemporánea” y “un umbral de indeterminación entre la democracia y el absolutismo” (Agamben 2005: 25-26). En este caso, la situación de excepcionalidad no se declara, pero se materializa cuando los agentes del escuadrón antidisturbios tienen potestad y licencia para disparar –aun con armas que se pretenden inocuas pero que, definitivamente, no lo son– contra la población civil. Se le da forma legal a algo que no la tiene. De ese modo un miembro de la fuerza pública puede utilizar su arma de dotación para “contener” a individuos o grupos que atenten contra el bien común.

Pero ¿qué se entiende por «bien común» (o «interés general») ahora que millones de colombianos opinan que el modelo de desarrollo no es conveniente? Y ¿qué sucede cuando los manifestantes defienden una idea de territorio y de Buen Vivir que no ha sido tenida en cuenta y que, desde su perspectiva, corresponde al bien común? En este punto reside uno de los motivos del conflicto cuya duración no puede cuantificarse en días, sino en siglos.[1]

En la situación de excepcionalidad se distorsiona la imagen de los manifestantes y se oculta su condición de sujetos de derecho. La negación del otro es una forma de violencia que no es susceptible de sanción jurídica o moral, pero es el suelo sobre el que se legitiman otras formas de violencia. Basta con revisar algunos discursos propagados en los últimos días, piezas paradigmáticas de la intolerancia y la dificultad para entender los fenómenos en su complejidad.

La negación del otro es una forma de violencia que no es susceptible de sanción jurídica o moral, pero es el suelo sobre el que se legitiman otras formas de violencia

Por una parte, el citado columnista de El País de Cali, quien condena a Feliciano Valencia por haber reprendido con veinte fuetazos a un militar que invadió territorio indígena: “En cualquier lugar del mundo -escribe candorosamente el mentado columnista- Valencia se hubiera podrido en la cárcel por agredir a un miembro de la Fuerza Pública”. En la misma línea, la bloguera Isabela Wills, quien la semana pasada profirió algunos improperios contra los manifestantes de FECODE. Estamos ante dos voces que representan a los detractores del derecho a la protesta. Y no sólo eso: además de desconocer los motivos de la reivindicación, emiten un juicio. Dice Wills:

“La gente nace pensando que es que la sociedad les debe algo. No, panas. O sea, no. No les debe absolutamente nada […] Todo lo contrario: nosotros le debemos a este mundo. ¿Sí? Y producir es parte de eso, hacer algo. […] Ahorita estoy en un evento de creatividad, de cine, pues con personajes demasiado chéveres, que producen demasiada plata y, joder, huevón, le ayudan mucho a este planeta en vez de estar quejándose y manifestándose por huevonadas”. [sic].

La excepcionalidad entra en juego cuando la ciudadanía, entendida como condición fundamental, se pone entre paréntesis tanto en el plano político como en el jurídico, pues la población que antes era sujeto de derechos fundamentales pasa a ser, ante la opinión promulgada por los medios de comunicación y los críticos irresponsables, una masa de parias antisistema.

Pero también los discursos del gobierno terminan por menoscabar la condición de ciudadanos que tienen los manifestantes ante la ley.

Esta semana murieron nueve integrantes de la Minga y antes de que Medicina Legal ofreciera un reporte pericial sobre la posible causa del deceso, el Gobierno nacional ya había afirmado que el hecho se debió a la manipulación de explosivos por parte de los indígenas y el estudiante fallecidos. Algo semejante ocurrió ante la muerte de un agente del escuadrón antidisturbios: el presidente afirmó, en comunicado oficial, que la Minga estaba infiltrada por grupos armados; días después, el Comandante de Policía del Cauca afirmó que no había evidencia de la supuesta infiltración. La irresponsabilidad en la transmisión de la información revictimiza a la población que, además de ser agraviada por la supuesta ilegitimidad de su protesta, ahora es oprimida con el peso de la sospecha. ¿Qué sucedió en estos casos con el derecho a un juicio justo y a la presunción de inocencia? ¿Cuáles son las implicaciones del estigma social creado por el gobierno y sus simpatizantes?

La irresponsabilidad en la transmisión de la información revictimiza a la población que, además de ser agraviada por la supuesta ilegitimidad de su protesta, ahora es oprimida con el peso de la sospecha

Mientras tanto, el Presidente explora el uso de sus atribuciones con los titubeos propios de la adolescencia política: busca una identidad, choca contra discursos históricos, finge “mano dura” (al hacer las famosas objeciones y reprimir protestas) y “corazón grande” (cinco días de objetar la ley estatutaria de la JEP, visita un Espacio Territorial de Capacitación y Reincorporación). Quiere y no logra ratificar su capacidad como Presidente (capacidad que ha estado en entredicho siempre, para todos los presidentes, pero que Duque padece con especial dramatismo, acaso porque se dice que le falta experiencia). Quiere, en fin, presentarse como soberano, es decir, como “aquel que decide sobre el estado de excepción” (Schmitt 1922; citado en Agamben, op.cit.)

La violencia es prueba de la incapacidad para comprender la complejidad de la nación, su diversidad, la inocultable desigualdad social y las crisis derivadas del modelo imperante. Ahora bien, toda crisis política ha de generar saldo positivo para el presidente, que vive su propia encrucijada (la encrucijada de los gobiernos neoliberales): defiende un proyecto antipopular y, al mismo tiempo, se encuentra urgido de aceptación. El sociólogo brasileño Emir Sader advierte la incapacidad del modelo neoliberal para mantener gobernabilidad y acaparar el ejercicio del poder “siendo esa la razón por la que requiere un estado de excepción para instalarse y para mantenerse en el gobierno”.

Ante el requerimiento público que hacen los indígenas para que el Presidente de la República se presente en su territorio y dialogue, Diego Martínez opina que “por ninguna razón Duque puede aparecerse por esos lares. Eso constituiría una verdadera capitulación del Estado”. Desde su punto de vista, son los manifestantes quienes están fuera –o en contra– del Estado y lo amenazan (además, deja de ver que la verdadera capitulación del Estado de derecho es la excepcionalidad). Aunque el discurso del columnista parezca una simple opinión, contribuye a la muy conveniente construcción de un enemigo colectivo. La conmoción que se vive por estos días en el suroccidente colombiano es aprovechada al máximo por un proyecto de gobierno que tiende hacia el totalitarismo.

Agamben asegura que el totalitarismo moderno “puede ser definido como la instauración, a través del estado de excepción, de una guerra civil legal, que permite la eliminación física no sólo de los adversarios políticos sino de categorías enteras de ciudadanos que por cualquier razón resultan no integrables en el sistema político” (2005: 27). Algo de eso hay en la aniquilación sistemática de líderes y lideresas y en la negación constante de la legitimidad que tiene la protesta de los oprimidos.

La Minga está abriendo una buena posibilidad para la construcción de la democracia, pues propone espacios de diálogo en torno a un tema que hemos venido aplazando durante tantos años. Pero esa oportunidad solo habrá de materializarse si el señor Iván Duque acude al Cauca para constatar algo elemental: que el país está constituido por muchas naciones y que a él, como presidente de un Estado de derecho, no le queda más que reconocerlas, reconocer los derechos de sus adversarios políticos, comprender la complejidad del conflicto social y tratar de conciliar. Para ello bastaría con que volviera a leer el primer artículo de la Constitución Política. Comprendería, entonces, que sobre la mesa está la posibilidad (y la urgencia) de iniciar un proceso de paz con algunos de los sectores históricamente oprimidos de Colombia.


Notas:

[1] Cuando en el artículo 217 de la Constitución Política se dice que “las Fuerzas Militares tendrán como finalidad primordial la defensa de la soberanía”, no se especifica el sentido de esa afirmación. No se puede dejar de ver que existe una disputa de territorio entre las instituciones del Estado y los grupos étnicos, principalmente los indígenas, pues a ellos no se les reconoce como soberanos en su territorio.

Foto tomada de: paxencolombia.org