Por Edwin García

Este mes de diciembre (día 9) se conmemoraron 200 años del triunfo del Ejercito Libertador sobre el ejército realista de España, ocurrida en 1824, en la Pampa de Ayacucho. Muy poco se habló de este hecho tan importante. Entristece la omisión a la que ha sido sometida la gesta emancipadora de nuestro pueblo, la cual tuvo como vanguardia indiscutible al Ejército Libertador comandado por Simón Bolívar. En aquella batalla brilló como estratega y líder de las tropas el inmortal Antonio José de Sucre, el Gran Mariscal de Ayacucho, grado obtenido, precisamente, por su impecable conducción en el campo de honor.

Bolívar fue prácticamente relevado del mando porque en Colombia no había una ley que lo habilitara a comandar en Perú: ya empezaba a aplicarse esa concepción según la cual la ley está por encima del bien nacional. Por eso Bolívar tuvo que entregar el mando a Sucre y este, llamado por Bolívar “El Abel de América”, dirigió en aquel momento definitivo un ejército conformado por combatientes de Colombia (Venezuela, Nueva Granada y Ecuador), Perú y Alto Perú (hoy Bolivia), Río de La Plata, Chile y, al parecer, hasta brasileños, sin mencionar la legión “extranjera” integrada por soldados y oficiales del Antiguo Continente. Es el más bello ejemplo de internacionalismo y solidaridad nuestramericana, hoy relegado al insensato olvido.

Ocho días después de esta fecha conmemoramos los 194 años del fallecimiento del Libertador Bolívar, acaecida el 17 de diciembre de 1830, en Santa Marta.

El hombre más grande de América murió traicionado y vilipendiado, apenas seis años después de haber sellado con broches de oro la libertad del Nuevo Mundo. La “gran prensa” naciente en Bogotá y otras provincias, a la que Bolívar llamó en aquel entonces “los papeluchos” (la misma que hoy obstaculiza las posibilidades de cambio en nuestro país), lo condujo casi al destierro, si no fuese porque la muerte lo alcanzó antes, calumniado y fulminado moralmente.

Los mantuanos de aquella época, antecesores directos de la oligarquía actual, se sirvieron de Bolívar y Sucre para derrotar a los españoles. Después, cuando el brillo político de estos hombres y su talento organizador de nuevos estados emergía, esa élite criolla les dio la espalda y corrió afanosa a buscar nuevos amos en el norte, incapaces de trazar ellos mismos los derroteros de las nacientes naciones. Desaforados se lanzaron a abrazar modelos foráneos, porque desde entonces eran ineptos para crear: les fue imposible pensar formas e instituciones que reflejaran la fisionomía y exuberancia de las tierras liberadas.

Fueron felices con el Bolívar militar pero detractores acérrimos del Bolívar estadista, redentor de indígenas, libertador de esclavos, admirador de las mujeres libertarias, protector de la economía nacional, precursor del derecho internacional, constitucionalista creador. Por eso, apenas se disipó la nube de pólvora en Ayacucho, empezaron la conspiración contra la obra del Libertador. Años más tarde Colombia sería desmembrada y el Ejercito Libertador difuminado.

Desde la fría Bogotá se impuso la concepción leguleya que sacraliza la norma escrita: obedecer la ley ¡“aunque se lleve el diablo a la República”! El fetichismo jurídico cunde desde entonces y las formas terminan siendo más importantes que el contenido: tamaño despropósito es preludio de la falsedad y la hipocresía, amparo de las mayores injusticias. Así, desde aquel entonces, en cumplimiento de leyes inicuas se somete a la miseria material y moral a nuestro pueblo. Ese fue el espíritu nacional que aquellos hombres nos legaron, contrariando la esencia bolivariana que antepone el bien superior de la patria, la justicia natural, la unidad y la solidaridad a cualquier otra consideración.

Al parecer, nada quedó de aquella hazaña heroica en Ayacucho, más que el destello imperecedero de lo que está por hacer inspirados en el pensamiento emancipador de Bolívar. Pero, ¿cuál es la esencia de ese pensamiento emancipador? Su esencia no es otra que la originalidad, el espíritu creador, la capacidad de desprenderse de los manuales, del hábito y la costumbre, para atrevernos a construir nuevas formas institucionales que interpreten atinadamente nuestra idiosincrasia y nuestro ser, con nuestras virtudes y defectos. Descubrirnos desde adentro como nación para ser nosotros mismos, atreviéndonos a pensar, a innovar, entendiendo finalmente que si no inventamos estaremos condenados perpetuamente a los desaciertos, tal como lo advirtió el maestro Simón Rodríguez cuando expresó: INVENTAMOS O ERRAMOS.


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