Por Ángela Martínez
Lo confieso: desde niña he experimentado una fuerte preocupación acerca del amor. Ser correspondida es quizás una de las angustias más grandes en mi experiencia y ser queriente ha implicado sin duda muchos riesgos. Vivir el amor, en el sentido no solo de experimentarlo, sino de entenderlo, ha sido mucho más complejo siendo mujer, más desde que decidí vivirme, pensarme y representarme desde el feminismo, una cuestión que supone constantes retos, sobre todo, el llamado a la coherencia.
En particular, el amor en pareja constituye para las mujeres una apuesta por la definición misma de la vida. Hacia 1949, Simone de Beauvoir, refiriéndose al amor romántico muy propio de las relaciones heterosexuales, afirmó que las mujeres solamente podríamos alcanzar plena libertad en el amor cuando este constituya para nosotras fuerza, encuentro con nosotras mismas, afirmación de la existencia y el proyecto de vida y no, por el contrario, expresión de la sumisión, la humillación y la muerte (Beauvoir, 2013); y es que precisamente, el amor en la vida de las mujeres ha representado desde siempre una encrucijada, pensadas desde el amor y para el amor, las mujeres hemos renunciado incluso a nosotras mismas.
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