Por Wilmer Rodríguez
Y como cada hombre nacía bajo el signo de una estrella, Irra iba a ser el depositario del destino de los hombres. Iba a darse cuenta de por qué unos nacían bajo el signo de una estrella buena. Y conocería por qué otros hombres nacían bajo el imperio de una mala estrella.
Durante la noche brillaban millares de estrellas en el firmamento. Unas titilaban como la verde candelilla entre el verde follaje del bosque.
Otras inundaban el cielo azul y la parda noche con el purísimo brillo del diamante.
Miles casi no se advertían, sino que navegaban en el universo, como navega una gota de lágrima sobre la mejilla de una niña.
¡Oh, influjo implacable de los astros sobre el alma de los mortales!
¡Oh, Dios! ¿En cuál estrella pusiste mi llave?
Algunos nacemos para morir sin tregua… Otros nacen para la alegría.
Son estrellas diferentes.
Las de ellos titilan eternamente y tienen el precio del diamante.
Y la mía, Señor, es una estrella negra… ¡Negra como mi cara, Señor!