Por David Paredes

Una polilla descendió desde el techo de la cabaña en la que nos encontrábamos y fue a estrellarse contra la llama de la vela.

En principio, me intrigó lo que parecía un impulso autodestructivo. Luego leí que varias especies de insectos voladores utilizan una fuente de luz como marca orientadora. Vuelan de modo tal que la fuente de luz –por lo general, la luna– quede siempre arriba, y eso basta para orientarse en el eje vertical. Pero no siempre logran distinguir cuándo se trata de la luna o de una fuente de luz artificial, así que, tratando de mantener esta última sobre la parte superior de su cuerpo, pueden pasar mucho tiempo volando en torno a ella. Una lámpara, digamos. En caso de que la fuente de luz provenga desde abajo, como en el caso de una vela, el vuelo circular resulta tan raro que puede terminar en un colapso del insecto contra la llama.

Una de las personas que estaban conmigo se acercó a la vela para, a pesar de una mezcla de miedo y repugnancia, sacar a la polilla que aleteaba sumergida en la cera cada vez menos líquida y menos caliente. Me parece que un gesto de solidaridad como ese cuenta algo sobre nuestra especie, tal vez sobre nuestro impulso de cuidar la vida cuando la misma parece encaminada hacia su final. Algo semejante vi en otra ocasión, en un campamento, cuando una tarántula emergió entre las raíces de un árbol y apuró su marcha hacia la fogata. Uno de los presentes reaccionó espontáneamente dando un paso largo para interceptarla, para espantarla y obligarla a corregir la trayectoria.

Escenas como las que he descrito me han llevado a pensar que, si no fuera por discursos que nos distraen y nos demoran, un impulso espontáneo nos llevaría a actuar de forma coherente con el cuidado de la vida. Es lo que Félix Guattari y Suely Rolnik llaman “destino ético de la pulsión”: la fuerza vital encaminada siempre hacia la preservación de la vida a menos de que algo como la ideología interfiera y la desvíe hacia otros objetivos. Con esa perspectiva, podríamos llegar a afirmar que, sintonizados con todos los seres vivos, somos organismos esencialmente dispuestos a cuidar (y también a embellecer y amplificar) la vida.

Pienso en lo anterior, reviso algunos discursos pronunciados en la Conferencia de las Naciones Unidas sobre Biodiversidad (COP) 16 y me pregunto por qué parecen tan vanas las reflexiones y tan insuficientes las gestiones a favor del cuidado del medio ambiente. Hay un gran despliegue para hablar sobre el tema, pero contemplamos a diario que fenómenos como la deforestación, la sobreproducción de plástico y la contaminación de los océanos parecen incontenibles. No importa lo mucho que se haya advertido sobre las implicaciones que esos fenómenos tienen y tendrán sobre la biodiversidad, la calidad del aire o los ciclos del agua, y no parecen importar las promesas de hace tres décadas, renovadas en cada convención de las Naciones Unidas. Algo nos distrae o nos demora, nos deslumbra y nos desorienta. Algo más fuerte, más importante o más contundente que el plan de cuidar la vida.

Hace tiempo quedó claro que es irreversible el daño antrópico sobre las condiciones favorables para nuestra vida. Sin embargo, sostenemos aún la ilusión infantil de “salvar el planeta”, asegurar nuestra pervivencia o, lo que es lo mismo, salvarnos de la extinción. Y aunque es verdad que el daño debe ser mitigado con todas las acciones que sea posible adelantar, cabe la posibilidad de que esas acciones tengan un sesgo nocivo. “¿Cómo podemos tener vidas muy prósperas, pero al mismo tiempo que estén dentro de los límites del planeta?”, pregunta Susana Muhamad, Ministra de ambiente y desarrollo sostenible de Colombia, en uno de los discursos que ofreció la COP 16. ¿Por qué no hablar ya de la dificultad real o de la imposibilidad de sostener esa visión? ¿Por qué no hablamos sobre cómo vamos a hacer para transformar nuestros estilos de vida y prepararnos para cuidar la vida en su declive? Hablar, digo, de cuidar no ya «el planeta», que no nos requiere, sino la vida en el discurrir con rumbo a la extinción. Cuidarla llevando el pensamiento y las acciones a su versión más adulta. ¿O es que, para creer que vale la pena cuidar la vida, necesitamos las ilusiones de parvulario según la cuales vamos a construir un mundo mejor?

Las especies extintas no van a volver, la Amazonía no va a recuperarse, el ciclo del agua no retornará al curso y periodicidad normales. No pueden coexistir, al mismo tiempo, las “vidas muy prósperas” y las condiciones óptimas para la conservación de la biodiversidad. Abundan las investigaciones que han desembocado en la conclusión de que hay partículas de plástico en cuerpos de animales acuáticos. Un reportaje de RTVE da voz a un estudio prospectivo según el cual, si la producción de plástico se mantiene en el ritmo actual, para el año 2050 habrá en el océano más plástico que peces. En fin. Al menos en términos ambientales, las evidencias dan cuenta de que el mundo no hace más que empeorar.

Podemos decirnos que ahora sí, que para el 2030 ya, que sólo faltan 700.000 millones de dólares anuales para que los Estados activen sus planes de protección de la biodiversidad, como se dijo en la COP 15. Podemos sintonizarnos con la “actitud positiva” de la Ministra o ver de una vez que esa ilusión ha sido promovida por candidez o, peor aún, por el uso que puede dársele. De esto último, por cierto, es buen ejemplo la senadora Paloma Valencia, embajadora de un sector que saca provecho de las lecturas ingenuas.

En medio de un discurso con el que, nada menos que en la COP 16, defiende abiertamente la extracción de hidrocarburos, Valencia afirmaba lo siguiente: “La pregunta sobre el medio ambiente tiene que asumirse sin renunciar a la necesidad de sacar de la pobreza a los seres humanos”. ¿No es esto insistir en una ilusión cuyo sustento es más que discutible? ¿No equivale esta afirmación –trillada cuanto se puede– a un intento de seguir prometiendo algo que es totalmente contrario a la evidencia? ¿Hace falta recordar que siglos de extractivismo, ganadería, deforestación y monocultivos, si bien han ofrecido períodos de bonanza en momentos y lugares específicos, han contribuido a menoscabar los territorios, la biodiversidad y la calidad de vida de los pueblos? ¿Hace falta mencionar la cantidad de planes de salvaguarda que la Corte Constitucional ha ordenado elaborar y poner en marcha dadas las condiciones miserables en las que varios pueblos indígenas y afrocolombianos se han visto sumidos hasta el punto de ver amenazada su existencia? ¿Y los pueblos afectados por la minería?

En el año 2017, la comunidad de Cajamarca, Tolima, frenó el sagradísimo desarrollo por medio de una consulta popular que interpuso obstáculos jurídicos contundentes ante la explotación de enormes yacimientos de oro. Esa muestra de lucidez colectiva, lejos de afectar a las comunidades, les permitió garantizarse algo que la AngloGold Ashanti y los entusiastas del capitalismo criollo no podían garantizar: agua y seguridad alimentaria. En mi opinión, decisiones como esa se derivan de procesos populares que comenzaron con la consciencia fatalista, es decir, con el discernimiento básico para entender que los daños causados por la explotación de “recursos naturales” no son reversibles.

Alguien podría encontrar parentesco entre la consciencia fatalista y aquello que Juan Villoro ha denominado «humanismo de la agonía», una especie de resignación que desplaza el foco de atención, no ya hacia las posibles soluciones, sino hacia, por ejemplo, la valentía con la cual una persona asume una enfermedad. En general, se podría decir que la decisión de aceptar la irreversibilidad del daño antrópico es impertinente y políticamente adversa a los propósitos del Estado, el bienestar común o el humanismo elemental al que solemos obligarnos. Pero, antes de decir eso, habría que considerar que, por una parte, la percepción del final de la vida abre la posibilidad de empezar a hacer un duelo (acaso el más grande de los que conciernen a nuestra experiencia humana). Por otra, habría que ver que lo contrario –la ilusión de que el mundo será mejor– ha propiciado las condiciones para la instalación y el sostenimiento de un poder nefasto cuya base es la esperanza.

La senadora Valencia no va a un evento como la COP 16 a entablar conversaciones. Le basta con lanzar ideas propias de alguien que no comprende la magnitud del problema, o no la toma en serio o tiene algún interés en preservar la ilusión de que el desastre es reversible con unas cuantas acciones tan mágicas como impracticables. “Las naciones desarrolladas debieran renunciar a la explotación de los hidrocarburos y permitir que seamos las naciones en desarrollo las que saquemos todos los hidrocarburos que el mundo utilizará en los próximos años […] Nuestra Amazonía podría salvarse con las regalías de los hidrocarburos bien utilizadas”, dice. Me cuesta creer que una persona como Valencia aborde el tema con tanta ligereza. Más bien creo que trabaja deliberadamente en el infausto propósito de mantener encendida la lámpara en torno a la cual vuelan las polillas.

Foto: UN Biodiversity


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