
Por David Paredes
Cualquier persona puede acusar a otra por la comisión de un delito. Como bien sabemos, si la acusación no está sustentada por pruebas, debe haber una retractación. Pero hay casos en los que la acusación es encubierta y, aunque haya un perjuicio en contra de la persona acusada, no hay lugar para rectificaciones.
Las acusaciones sin pruebas y sin juicio legal se transforman fácilmente en estigma. Es frecuente –como sugería Foucault hace medio siglo– estigmatizar a una persona o a una colectividad etiquetándola como “peligrosa”. Por lo general, esto no comporta una acusación directa. No equivale a acusar a nadie de ningún delito. Es, por así decirlo, un señalamiento a medias, que se sitúa en un lugar muchas veces no alcanzado por la justicia. Quien señala la supuesta peligrosidad de otra persona no tiene que retractarse públicamente como tendría que hacerlo si dijera –sin pruebas ni respaldo jurídico– que esa persona es, digamos, contrabandista. Pero el hecho de afirmar que alguien es peligroso tiene repercusiones sociales y políticas.
Las campañas, tanto las de desprestigio como las preelectorales, se edifican sobre la idea de que alguien supone un peligro para los demás. “Un salto al vacío sin paracaídas”, decía Federico Gutiérrez cuando aludía a la campaña del progresismo. “Van a dejar el país en ruinas”. “Corremos el riesgo de ser como Venezuela”. Jugando a escenificar la amenaza de lo peligroso, algunas personas, cuando Gustavo Petro llegó a la Casa de Nariño, anunciaron que se iban del país. Ahora podemos corroborar que no se fueron. El anuncio no correspondía a una intención real, sino al intento de crear una matriz de opinión que sirviera para promover la noción de peligro a partir de criterios subjetivos.
Si tomamos como referencia lo dicho por Foucault, la presunción de peligrosidad se construye con base en criterios jurídicos o psiquiátricos, o en la unión de ambos. Pero hay excepciones. Algunas figuras notables, a pesar de que hay buenas razones para presumir su peligrosidad, son ungidas con las alabanzas de sus seguidores o de los productores de opinión. Otras, en cambio, sufren persecución tras años de haber sido blanco de etiquetas por parte de sus contradictores. La estigmatización suele ser arbitraria.
En Colombia, como en otros países de la región, hay varios ejemplos de esto: las personas peligrosas son estudiantes, indígenas, madres de “falsos positivos”, humoristas como Jaime Garzón o campesinos organizados con otros campesinos. Lo vimos con notable rigor en las manifestaciones multitudinarias del año 2019: la gente con cacerolas y redoblantes era estigmatizada como amenaza. En el 2021, la etiqueta generalizada para estigmatizar a quienes participaban en las manifestaciones populares (caracterizadas, en su mayoría, por tomarse las calles con expresiones artísticas) era “vándalos”. ¿Quién se retractó alguna vez por haber lanzado esa acusación? Y no hace falta decir que por años o décadas ha sucedido lo mismo con la etiqueta “guerrillero”, “terrorista” o la más actual “colaborador/heredero de las FARC”.
En muchos casos, cuando por falta de pruebas no se puede atribuir a alguien la responsabilidad de un delito, se le atribuye otra forma de anomalía: la incompetencia mental o la presunción de incapacidad. Hace poco vimos que quienes tenían interés en imponer esa etiqueta amplificaban las solicitudes de personajes como Álvaro Leyva, que pedían –casi exigían– valoraciones psiquiátricas y toxicológicas para Gustavo Petro. La promoción del estigma terminó siendo eficiente toda vez que caló en el imaginario de las huestes conservadoras. Desde entonces, han impulsado la imagen de un presidente drogadicto y han atribuido a esa condición los comportamientos o, incluso, los síntomas físicos que Petro experimenta en el curso de su vida cotidiana.
Sobra decir que los análisis con base en los cuales se pretende determinar la peligrosidad o la incapacidad de alguien resultan selectivos y sesgados. El mismo sector conservador que hoy apoya la campaña abiertamente genocida de Benjamin Netanyahu –o a Trump y a su avanzada de buques en el Caribe– pone su atención en la supuesta peligrosidad del progresismo. Llevan años insistiendo en el “peligro” intrínseco de las reformas, en el “peligro” que corren las pensiones o en que es “peligroso” no promover más proyectos de exploración y explotación de gas licuado de petróleo.
Esta es una manera de ejercer poder político y social por vías antidemocráticas. Quien crea y promueve un estigma, incide directamente sobre la realidad del país: entorpece la gestión institucional y sostiene –o agudiza– el conflicto social. Luego, a manera de complemento, hay una representación mediática del peligro. Esto ha sido evidente desde hace algunos meses, sobre todo desde que surgió la posibilidad de hacer una consulta popular. En una columna titulada “el peligroso lenguaje del presidente”, la periodista Patricia Lara hacía una lectura que podríamos considerar apresurada. Primero, citaba a Petro: “Ya salieron los oligarcas, los dueños del dinero, los que matan y asesinan, a gritar contra la consulta popular porque le tienen miedo al pueblo de Colombia”, y en seguida se escandalizaba por una interpretación a todas luces imprecisa, basada en una generalización: “Petro afirmó, palabras más, palabras menos, que quienes se opongan y se manifiesten contra su consulta popular son asesinos”.
Puede ser que la periodista no haya tenido la intención de tergiversar y sacar de contexto la frase, pero lo hizo. Dejó de ver que la opinión de Petro pone la atención en quienes él llama “oligarcas” (y que los acusa citando antecedentes y denuncias previas) y no en todas las personas que se opusieran o hicieran manifestaciones en contra de la consulta. Sin proponérselo, la periodista contribuyó en el proceso sistemático de imposición arbitraria del estigma.
En no pocas ocasiones, el de la peligrosidad es un discurso promovido por sectores que tratan de ganar notoriedad proclamándose como facción moderada. Mientras voceros de izquierda y de derecha se acusan mutuamente, los voceros del llamado “centro” postulan que tanto los unos como los otros son un peligro. Así, los únicos no peligrosos son ellos mismos: Mauricio Lizcano, Sergio Fajardo, Juan Daniel Oviedo, Alejandro Gaviria, Enrique Peñalosa… No extraña, pues, que un escritor moderado como Mario Mendoza haya dicho hace poco, sin más argumentos que el ceño fruncido, que Gustavo Petro es “muy peligroso”.
Como era de esperarse, aunque la entrevista a Mendoza versaba sobre un buen número de temas, el titular emitido días después por Noticias Caracol fue “Petro es muy peligroso”. Luego vino una columna breve del periodista Alberto Sierra: Petro no es incompetente: es peligroso. El mismo día (1 de septiembre de 2025), El Espectador publicó una nota editorial con el título “Discursos presidenciales permitidos pero peligrosos”. Es un estilo: poner la etiqueta y simplificar el debate.
Cuando no recurren a la descontextualización o la tergiversación de los discursos, algunos medios se centran, más que en los hechos, en las opiniones. Echando la vista hacia atrás, podríamos encontrar ejemplos de sobra para demostrar que, durante los últimos tres años, antes que publicar o analizar un proyecto de reforma, los medios han puesto su atención en las reacciones que ese proyecto suscita. Y las reacciones elegidas, como ya es habitual, giran en torno al “peligro” de cualquier reforma.
En el imaginario del sector conservador que promueve el estigma, los discursos son peligrosos porque movilizan a las multitudes que, desde luego, también les parecen peligrosas. Las multitudes de la clase obrera, claro está. El proceso sistemático de estigmatización empieza con las figuras notables de la izquierda, pero repercute en violencia política contra líderes sociales y grupos que coinciden en ideas con esas figuras notables. Por esta vía, se termina por normalizar la presunción de peligrosidad –y la persecución– de quien pronuncie un discurso afín al progresismo. Lo decía el propio Foucault en Vigilar y castigar: los obreros son ubicados “en la categoría que se llama ahora la clase peligrosa de la sociedad” y añadía que “ninguna otra clase está sometida a una vigilancia de este género”.
Photo by Mikael Seegen on Unsplash
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