Por Fernando Enríquez

Hace 8 años, en la madrugada del 3 de octubre, viví una de las experiencias que más me han marcado. Desde hacía varias semanas, me encontraba en una zona montañosa de Nariño, haciendo pedagogía sobre el contenido de los Acuerdos de Paz de La Habana. El día anterior se había convocado al país a refrendar los acuerdos mediante un plebiscito, el cual dio un apretado resultado favoreciendo el “no” y dejando en vilo la posibilidad de la paz.

Aquella mañana fue distinta; ya no tenía sentido continuar con actividades pedagógicas para leer el acuerdo. Así que nos dispusimos a conversar, y así se crearon varios grupos en los que los susurros trataban de responder la misma inquietud: ¿Qué va pasar ahora?

Entre las personas con quienes me encontraba reunido, alguien me hizo la
siguiente pregunta: “Profe”, ¿cuánto tiempo pasará para que vuelva a haber un proceso de paz? Con incertidumbre respondí: «No lo sé, pueden ser cinco o diez años». Entonces, una mirada sin esperanza preguntó al aire: «¿Y hasta que eso pase, cuántos de nosotros seguiremos vivos?»

Me retiré del grupo, comencé a caminar por otros espacios y reuniones del lugar en el que estaba, y me topé con otra conversación. En ella, un grupo de jóvenes decía:
—¿Y ahora qué vamos a hacer?
Uno de ellos respondió:
—Pues lo que siempre hemos sabido hacer acá, disparar para defendernos.

Cruzaba el lugar de un lado a otro y observaba que todos ocupaban su día preparando sus equipos para salir de aquel lugar. No era seguro que mucha gente estuviera en un mismo sitio. Al encontrarme divagando y solitario pregunté qué debía hacer, y una persona a quien llamaban Sábalo me dijo:
—“Profe”, una lancha lo va a recoger abajo en el río.

Solicité que llamarán a todas las personas para despedirme. Se agruparon en formación. Nos despedimos, nos dimos ánimos, era irónico pero era lo único que podíamos hacer. Esa imagen de estos jóvenes al frente mío aún esta grabada en mi recuerdo; puedo sentir aquellas sensaciones, revivo sus rostros y, con la incertidumbre invadida, me retiro a alistar las pocas cosas que tenía.

Tomé mi maletín y salí por las trochas. A unos metros de llegar al río fui abordado por un joven, quien estaba en guardia y no pudo estar en la formación, no quería dejar pasar la oportunidad de despedirse. Me manifestó su aprecio, su agradecimiento, y dijo que deseaba que alguna vez nos volviéramos a encontrar. Me despidió y llegué al río. Tuve que esperar en soledad por unos minutos a que la lancha llegara. Fueron minutos en los que solo podía tener en mi cabeza las palabras de aquellos jóvenes. Sentí rabia, impotencia; no podía creer cómo, en las ciudades, les negaban la paz a cientos de ellos. Solo pude expresar mi angustia con llanto.

Al llegar la lancha, fui hasta una casa donde me encontré con otras personas y nuevas preguntas:
—¿Y usted qué, “profe”? ¿Se va a ir a la ciudad o piensa quedarse por acá? Mientras usted nos enseña lo que sabe, nosotros acá le enseñamos a andar la
montaña, y así nos ayudamos entre todos.

No respondí; me quedé en silencio, evidentemente conflictuado. Pasaron unos días y ya tenía la decisión tomada. Las botas ya las tenía puestas, así que, ¿qué más daba? Pero, al mejor estilo macondiano de este país, en el que lo que no puede pasar pasa, la noticia del Nobel de Paz para Santos le dio un nuevo giro a los acuerdos de La Habana. Al final se pudieron salvar.

Hoy, 8 años después, lamento que el acuerdo no fue suficiente para salvar la
vida de algunos. Cientos de excombatientes han sido asesinados; algunos se
quedaron en las montañas disparando. Le debo el reencuentro a aquel joven
del que nunca me olvido. Sigo convencido de que la mejor arma es la palabra,
que hacer la paz vale la pena, y que seguiré hablando de paz, así muchos
pidan bala. ¿Por qué? Porque la guerra nunca más.


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