
Por Edwin García
Una constitución es una fotografía de los niveles hegemónicos de las clases sociales; más que un pacto, representa un retrato de la disputa política. Así, las constituciones en Colombia han sido la expresión política de la hegemonía de las élites económicas. La Constitución de 1991 no es la excepción, pues se elaboró en medio del exterminio de un partido político alternativo y de los bombardeos a la insurgencia que había dado vida a dicho partido mediante un acuerdo de cese al fuego. Al tiempo que esa Constitución vio la luz, se fortaleció el proyecto paramilitar que despojó y masacró a la población civil para ensanchar el dominio terrateniente y narcotraficante.
Con esa Constitución se revistió de una nueva legalidad la hegemonía de los dueños del capital económico. Con la apariencia de derechos se institucionalizó el modelo neoliberal cuyo fracaso ha sido suficientemente probado: se redujo la capacidad del Estado para que los monopolios privados se apropiaran de los sectores estratégicos del país, dejando como saldo la acumulación desmedida de riquezas en pocas manos a costa de la miseria y pobreza de la mayoría. Se instauró de facto el fin de las ideologías y quienes nos opusimos fuimos excluidos de la historia por más de tres décadas, apenas estamos reponiéndonos.
Por esto es fácil concluir que, más allá del embuste mediático, el neoliberalismo es contrario al espíritu democrático: neoliberalismo y democracia no pueden convivir. Hoy día la disputa se centra en esa contradicción: por un lado, el pueblo trabajador exige mayores niveles de participación política para la toma de decisiones; mientras tanto, por el otro lado, las élites económicas se aferran a la estrechez de las formalidades leguleyas para negar esa participación.
De este modo, las exigencias populares implican superar el modelo neoliberal: he aquí una primera razón por la cual se requiere una nueva Constitución. La reglamentación de los mecanismos de participación los hizo impracticables y lejanos. La ciudadanía debe ser agente activo, protagónico y determinante de las definiciones políticas, económicas y sociales. Esto debe ser un elemento transversal a toda la función estatal, por lo cual debe existir un complejo institucional que promueva la participación ciudadana permanente como pilar de nuestro sistema político.
En esa dirección va la segunda razón para una nueva Constitución: se requiere una Constitución cuyo diseño sea para la paz, para lo cual se impone la necesidad de superar la relación inequitativa entre centro–periferia, la cual sumió a los territorios en múltiples conflictividades derivadas del centralismo exacerbado, la exclusión, las carencias, la falta de visión estratégica y la mala planificación desde los centros de poder. Un aspecto de suma trascendencia es que las comunidades puedan definir el ordenamiento de sus territorios para la vida, alrededor del agua, con base en las identidades geográficas y culturales, y las afectaciones del conflicto armado.
La nueva Constitución debe promulgar que el espíritu del Acuerdo de Paz del Teatro Colón rija la concepción del Estado e incorporar de modo integral a la vida pública la institucionalidad creada por dicho acuerdo. No puede existir un estado dicotómico, como es el colombiano actualmente, donde persiste una institucionalidad creada para la guerra, inspirada en la vieja teoría de la seguridad nacional y el enemigo interno, la cual impide el desarrollo de la institucionalidad para la paz.
Para estos fines es apenas elemental que la nueva Constitución no sea una elaboración a puertas cerradas en un recinto frío y envuelto en mortajas, sino que debe ser construida con participación social, con la opinión del pueblo: se hace necesaria una asamblea nacional constituyente viva y vibrante, llena de alegría multicolor. Un ejercicio constituyente de esta dimensión no puede hacerse con premuras, ni estar supeditado a los calendarios electorales: como nación nos debemos la más amplia conversación, un diálogo tranquilo y enriquecedor que nos ayude a auto-descubrirnos y reconocernos, a reconciliarnos y abrazarnos.
Por eso, este proceso debe amasarse lo suficiente, cuajarse hasta estar listo, de modo que pueda garantizarse la participación social necesaria para el cambio. Si no es así, más vale seguir haciendo pedagogía al respecto y promoviendo la participación social y popular mediante los diferentes escenarios de que disponemos, como el institucional, a través del parlamento y los gobiernos nacional y locales, con la puesta en marcha de reformas que inculquen la cultura de derechos y politicen la sociedad; el callejero, a través de la movilización masiva constante; el comunicativo, a través de medios alternativos que ayuden a librar la lucha ideológica, difundir el mensaje transformador y los logros del gobierno; entre otros que nos sigan acercando al objetivo constituyente.
La nueva Constitución debe ser expresión hegemónica del poder democrático. Debe erigir un edificio institucional que se avenga a las necesidades de las mayorías de este país y a las condiciones de los territorios. Debe librarse de los esquemas dogmáticos y las supercherías de las formas preestablecidas y foráneas. La nueva constitución debe consultar el espíritu nacional y ser producto de la creación original. Hoy mas que nunca la consigna ha de ser: ¡inventamos o erramos!
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