Hoy, nuevamente, hubo «tropel» en la Universidad de Nariño. Esta vez, como tantas otras veces, el motivo fue el alza en la tarifa del transporte público. El tropel logra, como siempre, llamar la atención de la ciudadanía sobre un tema bastante sensible para los y las estudiantes. Sin embargo, logra provocar también, como es ahora el caso, reflexiones acerca de la coyuntura interna, caracterizada por unas elecciones totalmente atípicas que cuestionan los avances democráticos del estamento estudiantil. Pienso entonces en algo que se dijo en alguno de los debates de antaño: «de lo que trata nuestra democracia universitaria es de no trasladar la democracia nacional a nuestro campus».

La Universidad de Nariño siempre se ha destacado por su autonomía universitaria, un sistema único en el país que permite elegir al rector (o rectora) a través de una democracia ponderada donde estudiantes, docentes y trabajadores tienen voz y, por supuesto, voto. Este ha sido un logro histórico, construido sobre las luchas de quienes defendieron la pluralidad y el debate como pilares fundamentales de nuestra universidad. Pero hoy, ese modelo parece haberse desvirtuado. Lo que antes era un espacio para la confrontación de ideas se ha convertido en una elección sin competencia, sin debate, en el que los actores clave —estudiantes, docentes y trabajadores— parecen más interesados en conservar el status quo que en promover un verdadero ejercicio democrático.

Este proceso no es aislado, sino que es resultado de una alineación de intereses que ha erosionado la capacidad crítica de la universidad. Las organizaciones estudiantiles, que en su momento fueron motores de cambio, ahora participan de este entramado de poder. Muchas han dejado de ser la fuerza crítica que alguna vez representaron, y junto con los decanos, docentes y trabajadores, han permitido que el sistema se mantenga intacto, sin cuestionamientos. La complicidad de estos sectores ha convertido las elecciones en una mera formalidad, un espectáculo que poco tiene que ver con lo que debería ser una verdadera democracia universitaria.

Así, hablamos aquí de una democracia meramente formal, una «democracia iliberal», un término que describe sistemas donde, aunque se realizan elecciones, no se garantiza la pluralidad ni la competencia real. Las elecciones en la Universidad de Nariño, bajo estas condiciones, se convierten en un proceso vacío, donde la única opción que queda es validar un poder ya establecido. Este tipo de dinámica afecta no solo a la actual rectora, sino a todo el entramado institucional que debería cuestionar el poder, pero que, en lugar de eso, lo refuerza. Docentes, estudiantes y trabajadores (con sus excepciones, claro) se han alineado en torno a una estructura que limita la posibilidad de cambio y sofoca el pensamiento crítico.

Es preocupante ver cómo una universidad que alguna vez fue vista como un modelo de autonomía, admirada por otras instituciones del país, ahora se enfrenta al riesgo de perder ese prestigio. El proceso electoral que hoy se desarrolla no refleja los principios democráticos que nos hicieron un referente nacional. ¿Podemos seguir siendo un ejemplo cuando hemos permitido que la pluralidad y el debate se esfumen y que una estructura cerrada mantenga el poder sin ser desafiada?

El verdadero problema no es solo la existencia de una candidata única, sino lo que esta situación refleja sobre el estado actual de nuestra democracia universitaria. Las organizaciones estudiantiles, que en el pasado lideraron el debate crítico, han optado por el silencio o la complacencia, y los docentes y trabajadores, que deberían ser garantes de un proceso plural, han decidido mantener el statu quo. Lo que vemos ahora es la erosión de nuestra capacidad de generar pensamiento crítico, la pérdida de esa autonomía que tanto nos costó conquistar. El problema no es simplemente la falta de candidatos, sino la falta de pluralidad en las ideas, de confrontación en el debate, y de competencia genuina.

Esta nota no pretende generar confrontación personal, sino invitar a una reflexión más profunda. Lo que estamos de camino de perder es nuestra capacidad de cuestionar lo que no funciona, de transformar la universidad desde adentro. No se trata de atacar a una candidata (la única), sino de cuestionar el entramado que ha permitido que el sistema se perpetúe sin oposición. Si queremos recuperar el lugar que alguna vez ocupamos, como referentes de la democracia universitaria, debemos comenzar por entender que la pluralidad, la competencia y el debate son esenciales. Sin ellos, la democracia se convierte en una simple formalidad, y la universidad en una estructura incapaz de cuestionarse y renovarse.

El llamado, entonces, no es a la confrontación violenta ni a las protestas marginales. Es a la reflexión, al análisis crítico de lo que hemos permitido que ocurra. Si no recuperamos nuestra capacidad de ser críticos, si no devolvemos la pluralidad a nuestro sistema electoral, habremos traicionado el legado de lucha por la autonomía que tantas generaciones defendieron.


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