Por Wladimir Uscategui
“Los héroes tiemblan, como cualquier otro”.
Simone Weil
Plomero de profesión y hermano del personaje más famoso de la historia de los videojuegos, Luigi Mario celebró sus primeros 30 años de existencia en 2013, año que fue declarado como “El año de Luigi”. Once años más tarde, un homónimo suyo, de apellido Mangione, también ciudadano norteamericano de origen italiano y de profesión programador y desarrollador, lo superaría en fama y reconocimiento. Con 26 años y 5,83 pies de altura, Luigi Mangione ha acaparado la atención de la siempre volátil opinión pública por mucho más que sus frondosas cejas y su innegable sex appeal, dividiendo al respetable entre quienes empuñan con ira la antorcha que iniciará la pira sacrificial y quienes le prenden velitas e inundan las redes con montajes en donde aparece ataviado como santo. Así, mientras Mangione enfrenta un juicio en el que se le imputan cargos de asesinato y terrorismo, muchas personas lo consideran un héroe o, mejor, un antihéroe, que es como se definen esos justicieros solitarios, melancólicos y románticos que, cansados de las humillaciones y ultrajes, deciden hacer justicia por mano propia.
Alarmadas por la ola de apoyos expresados en redes -la mayoría de los cuales provienen de personas que han sido víctimas del inhumano sistema de seguridad sanitaria de EEUU-, las autoridades norteamericanas no han cejado en insistir en que el de Mangione no es en absoluto un acto heroico sino un acto execrable, bárbaro. «No enaltecemos el asesinato de nadie», declaró en horas recientes Jessica Tisch, adscrita al Departamento de Policía de Nueva York. Aparte de hipócrita -la Policía de Nueva York tiene un larguísimo historial de abusos y ejecuciones sumarias-, la declaración de Tisch está encaminada a dictar una sentencia moral anticipada, en espera de que se surta el proceso penal. Porque la batalla es también dialéctica y el campo de disputa es el espectro electromagnético en donde transita la opinión pública, pues el interés del establishment norteamericano es evitar a toda costa que Mangione se convierta en héroe, es decir, en modelo a seguir.
Sin embargo, si nos atenemos a la definición clásica de héroe, que nuestra propia sociedad occidental ha legitimado a lo largo de su historia, hay que decir que Mangione encaja a la perfección en ese arquetipo. No es mi intención hacer el repaso histórico o etimológico del concepto. Baste con saber que desde las epopeyas griegas a la épica moderna entronizada por el cine, un héroe se define como alguien que libera a otros de una determinada opresión o injusticia, por lo general asesinando al propiciador de las ofensas y oprobios. ¿No son acaso Superman, Batman o El Zorro, superhéroes por excelencia de nuestra cultura, justicieros solitarios que acometen sus cruzadas -las cuales invariablemente terminan en la muerte de sus adversarios- bajo el pretexto de “luchar por la justicia”?
Muy a pesar de lo que quieren hacernos creer los medios liberales, la liberación se logra apelando a una violencia o la violación de una norma: casi siempre el asesinato sumario, aunque no faltan héroes del pillaje y el robo: Prometeo, Robin Hood o el ladrón de Bagdad. En cualquier caso, la larga tradición occidental ha dejado claro esto: ahí donde existe una injusticia existirá también alguien dispuesto a acabar con ella. ¿Cómo? La historia no registra otras formas que no sean el asesinato, bien sea de un padre, un jerarca, un jefe tribal… o un CEO de una empresa de seguros sanitarios.
Según la mitología griega, arquetipo de nuestras subjetividad moderna, la consecuencia de la acción del héroe es un avance en la civilización. Tampoco aquí estamos inventando nada: tal como sugería Walter Benjamin, todo acto de cultura es al mismo tiempo un acto de barbarie. O, dicho de otro modo: nuestra cultura es producto justamente de actos atentatorios como el parricidio o el incesto, como bien había anticipado Freud.
Así pues, no es en absoluto forzado concluir que el acto de Mangione, aunque reprobable desde el punto de vista de un determinado sistema moral (y solo desde ese punto de vista), es en realidad uno más de los infinitos calcos de un acto que está en los orígenes mismos de nuestra cultura, la misma que, huelga decirlo, al tiempo que condena el homicidio cometido por Mangione, justifica la muerte de miles, millones de personas en el mundo que perecen por la negligencia de los operadores de servicios de salud (claro síntoma de la enfermedad de nuestra sociedad que debamos llamarle “servicio” a lo que en realidad es un “derecho”). Equilibristas de la moral, quienes justifican este doble rasero terminan legitimando aquella frase terrible atribuida a Stalin: “un asesinato es un escándalo; un milllón, son una estadística”.
Hay incluso cierta poética en el hecho de haberle puesto nombre a las balas con las que Mangione se cobró la vida del CEO de United Healthcare. Y no, no uso el término poético con la intención de “romantizar” un acto criminal, como dicen periodistas como los del grupo Prisa, sino para señalar una evidente metáfora: el acto de Mangione es un acto de lenguaje, tan concreto y preciso como un haiku: DENY. DEFEND. DEPOSE. En la década de los 60, el poeta griego Alexandros Panagoulis fue encarcelado por intentar asesinar al dictador Georgios Papadopoulos. Mientras era torturado, se dice que escribió versos usando su propia sangre como tinta. Mangione, que ya había aportado su cuota de sangre en su lucha contra las aseguradoras, decidió que, para escribir su propio manifiesto, era preferible usar la del opresor.
Leyendo todo esto siempre a la luz de los cánones de nuestra propia mitología, es hipócrita sorprenderse del desarrollo de los hechos. Toda la historia de Occidente es una sucesión de miles de variaciones del mismo tema: un tirano es derrocado por un súbdito que personifica el anhelo de justicia de miles o millones de humillados y ofendidos, como los/nos llamaba Dostoyevski. La filósofa y activista francesa Simone Weil lo dejaba muy claro en un famoso ensayo sobre La Ilíada: “Los hombres que empuñan el poder no imaginan que las consecuencias de sus actos a la larga regresarán a ellos —a su vez, también inclinarán el cuello”.
Foto: Wikimedia Commons
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