Por Edwin García

En el sur de La Guajira, municipio de San Juan del Cesar, se encuentra ubicado el corregimiento Cañaverales. Con una población aproximada de tres mil habitantes, un hermoso manantial y humedales rodeados por un bosque inundable, suelos con capacidades agrícolas y tradición campesina, Cañaverales cuenta con el potencial para convertirse en una especie de despensa agrícola del departamento de La Guajira, el cual, como se sabe, ha padecido durante décadas la hambruna creada por la desidia y abandono estatal.

En la fertilidad de sus suelos desarrollan su vida comunidades afrodescendientes e indígenas, cuya interacción con el medio ambiente y el paisaje los convierte en manifestación de la riqueza poética, cantora y gastronómica. Su tradición oral y simbiosis con el entorno natural hace a sus pobladores exponentes de una valiosa vertiente cultural del Caribe.

La tranquilidad de la vida en Cañaverales se ha visto sacudida por la pretensión de la empresa trasnacional BCC de extraer carbón: la preocupación por dicha pretensión ha llevado a la comunidad a defender su territorio, emprendiendo una cruzada heroica por la vida, el medio ambiente y su cultura.

En la reciente audiencia pública realizada en San Juan del Cesar, dentro del proceso para determinar si se otorga la licencia minera en Cañaverales, se pudo evidenciar que quienes se oponen a la minería constituyen una amplia mayoría. Unos pocos habitantes respaldan la idea de la extracción carbonífera, embelesados por los cantos de sirena que anuncian un supuesto futuro de “leche y miel”, con la idea de que la minería traerá consigo mejores niveles de empleo y, con ello, educación, salud, vivienda, comercio, etc.

La experiencia altamente negativa del Cerrejón devela la verdad, siendo prueba suficiente para la mayoría de los pobladores en cuanto a que la minería sobre todo deja depredación ambiental, pueblos fantasmas, ruptura del tejido social, desarraigo, pérdida de elementos culturales y vulneración de sitios sagrados. Aunque en la comunidad prima el rechazo a la minería, es Corpoguajira quien decide. La tensión se puede sentir.

La vocación de Cañaverales

Como se señaló, la mayoría de la población de Cañaverales respalda la idea de no sacrificar su tradición ancestral, expresada en su riqueza ambiental, alimentaria y cultural. Rechazan la minería. Prefieren continuar siendo expresión viva de una cosmovisión que valora la existencia en estrecha relación con la naturaleza, con la producción de alimentos y la salvaguarda de sus costumbres. Constituyen un oasis en medio de la falsedad desoladora del capitalismo que todo lo mercantiliza, lo plastifica y banaliza. Sorprende la claridad de sus pobladores en cuanto al sentido de su existencia, su argumentación combina el sentimiento profundo de su alma con el pensamiento racional basado en la experiencia de vida, la técnica y la ciencia, porque sus argumentos, además de sentidos, son científicos.

Conocen su territorio como las palmas de sus manos laboriosas. Conocen cada tramo de su suelo y el agua que lo recorre; cada planta de la región y su uso para curar y nutrir; cada ave que adorna con su canto el paisaje inspirador de su poesía. La maraña de cifras y porcentajes de los falsos eruditos no nubla el conocimiento telúrico. En Cañaverales tienen claro para qué debe destinarse su territorio.

Si la democracia hablara, se negaría la licencia: Cañaverales y su espléndido manantial jamás sería usado para la explotación minera. Si la democracia hablara, el Estado interpretaría constructivamente las demandas de esa minoría que, tras un supuesto respaldo a la minería, lo que exige es mejores condiciones de vida y oportunidades. Esa minoría también merece ser atendida en democracia, con presencia institucional representada en trabajo digno y bien remunerado, escuelas y universidades, puestos de salud, vías, créditos, etc.

Si la democracia hablara, Cañaverales se convertiría en una zona de vital importancia para la producción de alimentos y la creación cultural, ambas connotaciones nutrirían el cuerpo y el alma de los guajiros, hasta exportarse al mundo para beneficio de sus habitantes y del país.

Una nueva planificación territorial

Nada más antinatural y antidemocrático que imponer a las comunidades un determinado uso y proyección de su territorio. Esto es lo que ha ocurrido en Colombia: desde la centralidad del poder (nacional, regional o departamental), en la oficina fría e inerte se define, sobre la base de especulaciones y abstracciones, lo que se hace con los territorios.

A partir de esta inversión absoluta de la lógica se rompe la armonía social y natural de los entornos, se impone la enajenación del contexto sobre la realidad: se da paso a una perturbación total que fractura el orden universal. Se engendra violencia. Los ciclos del agua y de la vida, la experiencia, la tradición, los usos y costumbres de la gente, se desplazan para que la conveniencia foránea defina el rumbo de los territorios que desconoce y desprecia con arrogancia y pedantería. Aquí encuentro el origen de toda conflictividad en nuestro país.

Este caso de Cañaverales, junto a muchos otros, revela la necesidad de una nueva forma de planificar y ordenar los territorios. La nueva forma debe fundamentarse en la democracia, es decir, en la decisión de las comunidades (tanto urbanas como rurales) sobre el uso y proyección del territorio que habitan, a partir del conocimiento que estas tienen de su entorno y de que, finalmente, son ellas las que directamente viven, padecen o disfrutan el uso que se le dé.

La democracia es el punto de partida para volver a la armonía natural y social, es la cura para nuestros males porque permite la coherencia vital del ser humano con su entorno, para hacer las paces con el todo.


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