Por Fernando Enríquez
(x.com/enriquezdafer)
El amanecer del 11 de septiembre de 1973 en Santiago de Chile fue extraño. La tensión se podía sentir en el aire, aunque muchos aún no comprendían lo que estaba por suceder. La Moneda, ese símbolo del poder del pueblo, se alzaba majestuosa mientras el presidente Salvador Allende, con su habitual temple, preparaba las palabras que pronunciaría al país. Afuera, el ruido de los aviones sobrevolando la ciudad rompía la calma. Dentro del palacio, el tiempo parecía detenerse, pero la historia estaba a punto de avanzar de forma brutal e irreversible.
Poco después de las 9:00 a.m., el presidente tomó la radio para dirigirse a los chilenos. Su voz, aunque firme, llevaba consigo una tristeza profunda: “Colocado en un tránsito histórico, pagaré con mi vida la lealtad del pueblo”. Y así fue. Mientras el Palacio de La Moneda era bombardeado y las tropas militares avanzaban, Allende se aferró a sus convicciones hasta el último momento; un hombre que decidió morir de pie, con la dignidad que siempre lo caracterizó; el líder que encarnaba los anhelos de los humildes y de quienes soñaban con una nación justa, decidió enfrentarse con dignidad ante la traición.
Las calles de Santiago ya comenzaban a llenarse de militares, de miedo y de
incertidumbre. El bombardeo no solo destruyó la sede del gobierno, sino que también intentó acabar con el sueño de un pueblo que había elegido a un dirigente que los representaba.
Salvador Allende no solo pertenece a Chile; su legado es parte de la historia viva de nuestra América. Desde el sueño libertario de Bolívar hasta la dignidad insurgente de Fidel, Allende se suma a esa corriente histórica de emancipación que atraviesa todo el continente. Su lucha fue la de los pueblos de nuestra América que han resistido el yugo de la opresión, siempre con la esperanza de forjar una patria grande, libre y soberana. Allende, con su gobierno del pueblo y para el pueblo, se inscribió en la misma senda que otros gigantes que lucharon por la justicia social y la autodeterminación de los pueblos.
Las primeras horas del golpe fueron el inicio de una larga y oscura noche que se cernió sobre Chile. Mientras miles eran detenidos y llevados a estadios convertidos en prisiones, otros tantos desaparecían sin dejar rastro. El fascismo había tomado el control, y el precio fue la sangre de inocentes. Los fusilamientos y la represión, no lograron apagar la chispa que Allende había encendido en el corazón del pueblo: cada golpe de las botas militares resonaba como un eco en la memoria colectiva, pero en cada rincón del país comenzaba a germinar la semilla de la resistencia. El sonido de las botas militares aplastó las calles de Chile sin lograr silenciar el grito de justicia que hasta hoy resuena en las entrañas de miles de luchadores.
Si algo ha demostrado la historia, es que los hombres pueden morir, pero los pueblos nunca se rinden. Cada intento desesperado por borrar de la memoria el legado de Allende ha sido en vano, porque las ideas, como las raíces profundas, son difíciles de arrancar. Y aunque los tiranos usaron fuego y miedo, la historia sigue caminando de la mano de aquellos que no olvidan.
En los corazones de las chilenas y los chilenos quedó viva la llama de la resistencia. Allende, al sacrificarse, no solo fue un mártir, sino un destello que guía a quienes luchan por la justicia. Y el pueblo chileno, ese pueblo al que Allende perteneció y por el cual dio su vida, aún sigue de pie, marchando hacia las grandes alamedas.
Síguenos en nuestras redes:
Facebook: columnaabiertaweb
Twitter: @Columna_Abierta
Instagram: columnaabierta/