Por Gustavo Montenegro Cardona

Cuando el mago permite que el truco se descubra o que la ilusión quede en evidencia, la magia se transforma en un acto que el público termina
categorizando bajo la incómoda denominación de engaño. Algo similar sucede cuando, en el teatro, las cortinas no alcanzan a ocultar la carpintería del escenario que es fachada y carece de cuerpos sólidos, lo que provoca que el espectador se desencante o, al menos, se desconecte durante un tiempo del efecto hipnótico que es esencial en la puesta en escena.

Igual reacción genera un efecto cinematográfico que ante la pantalla deja notar las maniobras tecnológicas del chroma key, la extrema digitalización o la impúdica manipulación de los instrumentos técnicos que arruinan la fantasía del relato. No en vano se ha acuñado la expresión “efecto Chapulín Colorado” para referirse al hecho de que una película no logra la precisión en la ilusión óptica con la que pretende trasladar al espectador a otros mundos.

Así también sucede con las estrategias de la comunicación política, con los montajes prediseñados, con las artimañas electorales que terminan por descubrirse ante el lente ciudadano que, cada vez más, cree menos en los malogrados efectos mediáticos. La vieja teoría de Josep Goebbels que plantea que una mentira dicha mil veces se convierte en una verdad parece entrar en desuso en medio de las nuevas formas de ejercer la propaganda política y la gestión de la posverdad en tiempos de redes sociales, la proliferación de la infodemia y la gestión del conocimiento digital.

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